Con la primera temporada de True Detective, el escritor y guionista estadounidense Nic Pizzolatto configuró un universo propio que dejó huella en la ficción televisiva reciente. La nueva temporada de la serie, estrenada a mediados de este mes por Hbo, trae de nuevo a uno de los showrunners más originales de los últimos tiempos.
La primera temporada de True Detective sumió a los espectadores en una suerte de estado colectivo de hipnosis durante ocho horas. Todo esto pasó entre enero y marzo de 2014 –en una época en la que todavía esperábamos una semana para saber cómo seguía nuestra serie favorita– en la pantalla de Hbo. La serie creada por Nic Pizzolatto consiguió despegarse del montón en tiempos en los que la ficción episódica sobre asesinatos y desapariciones prolifera: The Following, The Killing, Manhunt Unabomber, Mindhunter, Dark y Fargo son sólo algunas de las que han pasado por la pantalla chica en el último lustro, con resultados que van desde lo aceptable hasta lo excelente (especialmente en el caso de Fargo). El fenómeno True Detective tiene varias explicaciones posibles. Una tiene que ver con su inusual modo de producción: los ocho episodios de aquella primera temporada fueron enteramente escritos por Pizzolatto y dirigidos por Cary Fukunaga, cambiando así el modelo habitual del comité de guionistas y directores, bajo el mando de un showrunner, que ha imperado en la ficción televisiva. Es por esto que el espectador tiene la sensación de estar ante una película de ocho horas, apasionante y densa, en la que cada pieza está trabajada hasta la neurosis. Más de uno volvió a sentir aquellas sensaciones perturbadoras que solía generar el cine –especialmente el de David Fincher en Zodíaco y Seven, los siete pecados capitales, cierto Terrence Malick y algún momento de David Lynch– y que desde hace un buen tiempo están en peligro de extinción. Hbo asumió muchos de los riesgos que el cine comercial ya no asume: apostó por una narrativa compleja, casi literaria, que no insulta al espectador con subrayados cada cinco minutos, sino que lo exige a fondo, donde gran parte del metraje consiste en dos actores hablando por separado ante la cámara, sin más que sus cuerpos y sus voces, en diálogo constante con el pasado mediante un montaje exquisito –para más, vea el final del tercer episodio–; en suma, una fórmula que el cine mainstream actual catalogaría de suicida sin pensárselo dos veces.
True Detective se convirtió en una serie de culto en cuestión de semanas y los acólitos tapizaron Internet con teorías sobre qué era el Rey Amarillo al que se referían los malos y dónde quedaba la tan mencionada Carcosa y cómo funcionaba la teoría M y quién había sido el primero en decir aquello de que el tiempo es un círculo plano. Rust Cohle, el personaje al que interpreta Matthew McConaughey, una máquina de disparar máximas célebres, se convirtió en ícono pop, lo mismo que sus latitas de Lone Star transformadas en maniquíes. La serie dejó una buena resaca: gracias a ella y su manía citacionista muchos volvieron –otros lo redescubrieron– al terror de Robert W Chambers, al ideario oscuro de Thomas Ligotti, a los universos clásicos de Bierce y Lovecraft, al pensamiento de Nietzsche, Ciorán y Schopenhauer. El hombre detrás de todo eso, Nic Pizzolatto, hasta entonces un escritor prácticamente desconocido y completamente inédito en español, un ex barman que se ganaba la vida dictando clases de escritura creativa en universidades y cuyo mayor crédito artístico eran los dos episodios que había coescrito para The Killing –el seis y el 13 de la primera temporada–, se convirtió de repente en una marca registrada. Había creado un espacio ficcional propio, ubicado en algún lugar a mitad de camino entre Carcosa y Yoknapatawpha, donde unos tipos malos de la ley mantenían a raya a otros tipos aun más malos pertenecientes a un culto sórdido. El efecto Pizzolatto suscitó la aparición en español de sus dos únicos libros de narrativa: la conmovedora novela negra Galveston y el espectacular volumen de cuentos La profundidad del mar amarillo, ambos editados por la colección Black de Salamandra. Entonces el mundo hispanoparlante se acercó al Pizzolatto escritor con ansias de encontrar esquirlas de True Detective, pero se encontró con algo levemente distinto e igualmente hipnotizante. Galveston es la historia de un matón decadente que huye a ninguna parte y en la carretera se cruza con una joven a la deriva, desviando el noir hacia el drama. La profundidad del mar amarillo es una colección de relatos sureños sobre hombres solos que buscan infructuosamente comunicarse con el mundo exterior, con especial destaque para “Pájaro fantasma”, “La profundidad del mar amarillo” y “Tierra acosada”.
La obra de Pizzolatto se despliega entonces como una galería de personajes solitarios, perdidos en el pasado, gente común y corriente sumida en una silenciosa desesperación, siempre al borde del todo o la nada. Le interesan más que nada los personajes expuestos a situaciones desoladoras, en ocasiones terroríficas, pero siempre en un marco de cotidianidad, y la idea perturbadora de que el monstruo probablemente tenga forma humana y viva en una casa de familia. Los géneros funcionan, en su caso, como catalizadores. Esta idea es importante para aproximarse a una explicación acerca del éxito de la primera temporada de True Detective; una serie policial atípica que se ocupa más del cómo que del qué, de las preguntas antes que de las respuestas, de los detectives por encima de los criminales, algo que ya había puesto en práctica David Lynch con Twin Peaks décadas atrás. Pizzolatto está más interesado en la deriva de sus personajes, en las vidas atascadas de los policías, incluso en lo que piensan acerca de la familia, la amistad y el paso del tiempo, que en el caso policial en sí, de modo que la serie termina siendo una buddy movie a la vez que desmonta los preceptos básicos del cine negro. El procedimiento policial, claro, es el chasis: un presunto asesino serial que opera a lo largo de varios años, un culto satánico y dos policías –el mencionado McConaughey en estado de gracia y el siempre noble Woo-
dy Harrelson, secundados por una muy buena Michelle Monaghan– obsesionados con el caso y construyendo el rompecabezas de versiones a la manera de Rashomon, de Kurosawa. De fondo, la pantanosa, decadente y poética Louisiana, el sur faulkneriano en toda su expresión, con el tiempo y la verdad quebrados desde el principio y hasta el final. El gran hallazgo de la serie es conciliar todo esto con un discurso filosófico evidente sin que luzca fuera de lugar, o incluso ridículo. Cohle, que en el 99,9 por ciento de los casos hubiera quedado como un pedante filósofo de boliche, termina acaparando la atención. Sus monólogos frente a los policías, de vuelta de todo, descuartizando latas de cerveza y balbuceando acerca del espacio-tiempo, con la mirada perdida en ningún lado, valen la serie entera. El plano secuencia de seis minutos al final del episodio cuatro también vale la serie entera. Y también la presentación con “Far from Any Road” de The Handsome Family, y esa conversación final sobre la eterna lucha entre la luz y la oscuridad, y la idea de que en realidad nada se resolvió del todo porque el hueco es más profundo de lo que parecía desde la superficie.
True Detective III –que Hbo estrenó a mediados de este mes– supone el regreso a los orígenes estéticos y narrativos, luego de una segunda entrega con más dudas que certezas; impulsada y opacada por el éxito de la primera, aquella segunda entrega estrenada en 2015 perdió unidad, se complejizó y se diluyó a partes iguales. Esta tercera parte comienza cuando, en un pueblo de Arkansas, dos niños salen a dar un paseo en bicicleta y de-saparecen. Los policías –interpretados por Mahershala Ali y Stephen Dorff– intentan resolver el misterio y la acción rebota entre 1980, 1990 y 2005. Los juegos temporales lucen ahora un poco forzados y, sin el pesimismo adictivo de Cohle, las conversaciones y voces en off tienden a agotarse como recurso, más allá de que visualmente el conjunto ofrezca momentos altos. Predomina la sensación de estar ante un producto bien armado, pero no del todo inspirado. Pizzolatto carga con la maldición del que hizo algo demasiado bueno en su debut. El encanto de la primera temporada probablemente siga siendo inexplicable incluso para su propio creador. Hay una materia oscura, algo impalpable que escapa a todo análisis. Y tal vez sea mejor conformarse con eso, volver a la primera temporada y consolarse con la idea de que el tiempo es un círculo plano en el que todo vuelve a repetirse.