Todo transcurre en un juzgado, no civil sino religioso. Además de algunas breves escenas en una sala de espera, la acción sucede en el recinto del tribunal rabínico donde una y otra vez Viviane (Ronit Elkabetz) le pide el divorcio a su marido Elisha Amsalem (el actor francés Simon Abkarian), con el que se casó a los 15 años y del que hace tiempo está separada. Asistida ella por su abogado Carmel y él por su hermano mayor Shimon, se desarrollan las sesiones una y otra vez, puesto que el hombre no accede, y sin su consentimiento, según las leyes del judaísmo, no hay solución. Un cartel va señalando las fechas en que la paciente mujer regresa con su demanda, luego de haber cumplido en cada instancia con las exigencias impuestas por el tribunal en el que tres rabinos hacen siempre lo posible por dilatar el fallo, apoyando explícitamente al marido en su voluntad de no divorciarse.
Es notable lo que logran los hermanos Elkabetz, la propia actriz y su hermano Shlomi, en un drama claustrofóbico, por el espacio en el que transcurre y por las paredes de cemento que para una mujer implican las leyes rabínicas y el empecinamiento de un hombre, al que éstas privilegian sin disimulo. Esas paredes se erigen, invisibles pero patentes, ante la mirada del espectador, diálogo a diálogo, silencio a silencio, resolución a resolución, fecha a fecha. A través del tiempo –cinco años– vemos como casi imperceptiblemente Viviane va cambiando su vestimenta, sus zapatos, mientras Elisha no parece cambiar nada. Un sostenido juego de miradas, de gestos mínimos, dice bastante más que las palabras, contenidas a menudo por las reglas del tribunal, aunque a veces se desborden por parte de ella, jamás del marido –aunque sin duda el que se lleva la palma en el desborde voluntariamente histriónico es el hermano de él (Sasson Gabai), un veterano tan conservador como astuto–. Un hábil uso de los planos y de la música, ligeros apuntes de humor, el crecimiento pausado pero sostenido del drama que se despliega desde y hacia esa mujer valiente y acosada, convierten a lo que podría ser casi una obra de teatro en una película intensa, en la que apenas desentonan un poco algunas de las intervenciones de los testigos llamados por una y otra parte. Seguramente, además, para un espectador más conocedor de la sociedad israelí, que en buena medida se compone de gentes que provienen de países bien diferentes, adquieran relieve ciertos detalles, como el hecho de que el matrimonio de la película, que en algunos tramos habla en francés, tenga origen marroquí, o el peso de lo que representa el personaje del abogado Carmel, a todas luces nada religioso –el único que no se presenta al tribunal usando la kipá– y ciertamente portador de un espíritu laico y liberal.
La película es la última entrega de una trilogía comenzada en 2004 con Tomar a una mujer y continuada en 2008 con Los siete días –ninguna exhibida acá– sobre las peripecias de Viviane en su infortunado casamiento con un hombre rígidamente religioso. Y lo de “última” tiene un triste y rotundo sentido. La magnética Ronit Elkabetz, uno de los rostros internacionalmente más visibles del cine israelí, en parte porque también desarrolló una carrera en Francia –acá la pudimos ver en la estupenda La visita de la banda, de Eran Kolirin–, a la que un diario estadounidense llamó “la Meryl Streep israelí” aunque más bien tiene algo que recuerda a Irene Papas, falleció el 19 de este mes a consecuencias de un cáncer. La muerte le sobrevino a los 51 años y en la cúspide de su carrera, puesto que El divorcio de Viviane Amsalem, premiada en numerosas oportunidades, la confirma como alguien de sólidas convicciones y como talentosa directora, tanto como para lograr expresar esas convicciones en el cine sin asomo de panfleto, con hondura y emoción.
Gett. Israel/Francia/Alemania, 2014.