Sola - Semanario Brecha

Sola

Cuando muere un bebé.

Ilustración: Dani Scharf

“Toda la vida vive/ toda la noche es noche/ el mundo mundo/ todos/ están afuera están/ fuera de aquí/ de mi ámbito/ para todos es sábado/ es la noche del sábado/ y yo estoy sola sola/ y estoy sola/ y soy sola/ aunque a veces/ a veces/ un sábado de noche/ me invada a veces una/ nostalgia de la vida.”

Idea Vilariño

Hace unos días, la politóloga y compañera feminista Ana Laura de Giorgi llevó, a un grupo que coordina, el libro Mi habitación, mi celda,de Lilián Celiberti y Lucy Garrido. Yo jamás había escuchado, siquiera, hablar de ese libro; me enteré de su existencia, justamente, rodeada de mujeres, porque Ana Laura propone una lectura de los feminismos del sur y desde el sur, y somos varias las que creemos que un enfoque así es fundamental para situarnos dentro de una historia que nos precede y que, por una enormidad de razones, necesitamos conocer. El libro está estructurado a partir de varias conversaciones entre Lucy y Lilián, y recoge el testimonio de Celiberti sobre su experiencia de secuestro, cárcel y tortura durante la dictadura. Es un libro revelador, único, porque registra el viraje de su subjetividad de izquierda hacia la construcción de una mirada centrada en la problemática de género. A pesar del dolor y la vulnerabilidad extremas, la cárcel –ese encuentro forzoso consigo misma y con otras mujeres– fue el espacio donde pudo, al fin, pensarse mujer, entender su condición de subordinación. Dice Ana Laura, al respecto, en su tesis de doctorado:1 “Cada momento de la vida comenzaba a tener un ‘hilo único’ y algo ‘se movía en mi interior con ese repasar las cosas’, relata Celiberti. El encierro prolongado es castigo, tortura, aislamiento, pero también tiempo para pensar en su experiencia como mujer. En su celda y su habitación, tal vez de alguna forma en su cuarto propio, aquel espacio necesario demandado por Virginia Woolf, Celiberti relata una experiencia carcelaria que, aun desplegada en un contexto de extrema violencia, es presentada como liberadora. La cárcel había permitido una reflexión que dejó al descubierto otra cárcel: ‘una celda más pequeña que la que en ese momento habitaba’, claramente, la del patriarcado”.En el libro, Lilián recuerda estar presa y pensar en Idea Vilariño, en ese “estoy sola, sola, soy sola”. En la soledad del calabozo, supo que también era desde el dolor que Idea se había descubierto mujer, y que en esa vivencia ambas estaban conectadas, aunque una estuviera en absoluto aislamiento, dentro de una cárcel, y la otra escribiendo un poema, muchos años atrás, una noche de sábado.

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Cuando muere un bebé, la soledad de una mujer puede transformarse en noticia. Antes no importa demasiado: es una situación cotidiana, un número en una planilla, la tarjeta de un ministerio. Pero la sociedad se conmocionó por el caso de Natalie, de Ciudad del Plata, porque su bebito de cinco meses sufrió muerte súbita. Ella no estaba en su casa –ocupando ese lugar que, supuestamente, le correspondía–, sino ejerciendo el trabajo sexual porque necesitaba la plata, y su hijito estaba siendo cuidado por su hermana mayor, de 12 años. La situación de vulnerabilidad de Natalie también era absoluta: 28 años, cuatro hijos, ni un peso. Niños de diferentes padres, pero ninguno presente, ninguno poniendo el cuerpo ni ayudando ni respaldando. Sola, sí, pero con cuatro hijos; la maternidad es otro tipo de celda, y tener tiempo para reflexionar no es nada fácil. La soledad rodeada es una trampa que viven las mujeres de todos los barrios: en Ciudad del Plata, sí, pero también en Montevideo, en Paysandú y en Buenos Aires. Sin embargo, a partir de una tragedia que se convierte en escándalo mediático, muchas y muchos sienten el impulso de pronunciarse. Desde atrás de las pantallas, varias mujeres solas comparten, en sus redes, comentarios moralistas que las tranquilizan, sobre esa otra que está peor que ellas porque no supo lidiar, como buena mujer, con su destino de abnegación y servicio. Otras, que no suelen tener nada que ver con la causa feminista –y que incluso desprecian, muchas veces, el movimiento–, ahora sí tienen una palabra de solidaridad. Tal vez porque la muerte de un bebé produce una empatía difícil de sentir por el dolor cotidiano de una mujer sola, así, a secas.

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Si bien todas las mujeres a quienes se les mueren los hijos son señaladas de diversos modos y, a menudo, estigmatizadas por haber sido malas madres –pertenezcan a la clase social que pertenezcan–, no todas son condenadas por dejarlos solos. Natalie, además de ser mujer, es pobre. Frente a un caso como el suyo, la intervención del Estado fue la judicialización. En connivencia absoluta con el orden patriarcal, la imputaron por un delito llamado “omisión a los deberes de la patria potestad”. Los informes médicos demostraron que su presencia no hubiera sido capaz de evitar la muerte del bebé, y también que los niños tenían los controles al día e iban a la escuela, pero la fiscal del caso, Claudia Cedréz, explicó que de todos modos “la madre se fue y dejó a cuatro menores solos”. La jueza que falló en contra de Natalie también es mujer. Ni ella ni la fiscal parecieron notar que a la patria (así, con “p” de padre) la construyen, en su enorme mayoría, las madres, porque los padres son completamente ausentes y, aun así, no se considera que cometan delito alguno. Podemos pensar que ambas tuvieron que condenar a Natalie porque no les quedaba más remedio, porque así lo dicta la justicia, pero en realidad es discutible, también desde el derecho, que se trate de un delito. Además, podrían haber apelado al principio de oportunidad, que aparece como una excepción a los principios de obligatoriedad de la persecución penal. Por esa figura, ante determinados casos –los elementos que constituyen el de Natalie permitirían perfectamente su aplicación–, el fiscal puede prescindir del ejercicio de la acción correspondiente. Pero no; fiscal y jueza, tan mujeres como ella y, tal vez, también incapaces de encontrarse con sus propias soledades, eligieron hacerle sentir el peso de la ley. A ella y a sus hijos.

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¿Y cómo hablamos de la soledad de esa niña de 12 años? Muchas personas que señalan a su mamá, escandalizadas de odio y desprecio, consideran que ella no podía ser capaz de cuidar a su hermanito. Sin embargo, algunas de esas personas piensan que otras niñas de su misma edad, que quedan embarazadas por violación, deben ser madres sí o sí, porque el aborto es un delito.

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Virginia Woolf, Idea Vilariño, Lilián, Lucy, Ana Laura, yo y tantas más: estamos conectadas por una red –simbólica y real– que tiene que ver con el descubrimiento de la soledad de ser mujeres y la voluntad de tomar la palabra, de transformar eso en otra cosa. Pero Natalie quedó afuera: ella no tuvo a quién recurrir, porque hasta ella no llegamos, y no sabemos cómo llegar. Podríamos haberla ayudado a reclamar dinero de esos padres ausentes, podríamos haberla acompañado antes como vamos a acompañarla ahora, porque su experiencia de dolor extremo la personifica y nos la trae. ¿Pero cómo les ofrecemos a tantas más una pertenencia posible, el acceso a un lenguaje que les permita ser, ya no solas, sino con otras? ¿Cómo hacemos para encontrarnos en asociaciones insólitas, que trasciendan las realidades de clase, que construyan un “nosotras” suficiente para que aquellas en situaciones de vulnerabilidad extrema sean hoy, también, nuestras interlocutoras? ¿Tenemos alguna chance de emprender ese camino por fuera del Estado, que llega tarde y mal, y que interviene, casi siempre, a favor del orden patriarcal? O mejor dicho, ¿cómo hacemos para entrar y salir del Estado sin perder la potencia y la autonomía política? Los feminismos del sur son aquellos signados por la desigualdad, por la violencia extrema, en el orden de lo privado y en el de lo público; son los que protagonizan todos nuestros cuerpos, adoctrinados tanto por la pobreza como por los terrorismos de Estado y sus herencias. Pero estas situaciones dejan en evidencia que nuestra batalla cultural aun no parece ser capaz de trascender ciertas fronteras. A veces nos quedamos entrampadas en una mirada que nos dice que, como algunas somos privilegiadas, no tenemos derecho a invadir a las demás, o que el solo hecho de habilitar sus voces es un acto de apropiación. Pero entonces el conocimiento feminista, ese lenguaje que sirve para aprender a tendernos la mano, se convierte, de nuevo, en otras formas de encierro y soledad, y ser feministas es, o debería ser, comprometernos a no dejarnos más solas. Y eso incluye a aquellas que aun no leyeron ninguna de nuestras consignas.

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Hoy, 30 de agosto, se marcha en Montevideo por Natalie y por sus hijos. Afrogama Candombe convoca a manifestar nuestro apoyo y exigir la revisión del fallo judicial. El arte, la cultura y la calle siguen siendo espacios para acercarnos, conocernos, transformarnos y tal vez, al fin, acompañarnos. Es habitando esos territorios de conflicto, esos que están siempre en disputa, que podemos darnos una danza, una canción, un poema para ser leído en solitario, un abrazo de bienvenida.

1. “Democracia en el país, en la casa y en la cama. El feminismo de izquierda en el Uruguay de los ochenta”.

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