Divertido, Caparrós mira la silla de diseño de la cafetería del hotel sin saber muy bien cómo tomar asiento en ella: no es el Bilbao “gris y tiznado” que conoció hace más de 30 años, cuando cursaba historia en París y, camino de Madrid, quedó allí “varado”. Es una ciudad diferente donde la industria ha dejado paso al sector servicios, y con éste a todo tipo de eventos culturales a los que Caparrós ha sido invitado en dos ocasiones en lo que va de 2014. Un año signado para él por la actividad editorial del anterior: Anagrama publicó su última novela, Comí, y Planeta reeditó los tres tomos de La voluntad, trabajo que Martín Caparrós realizó en los años noventa en compañía de Eduardo Anguita. Dos claras referencias al pasado, dos hitos para repensar el presente, el mundo que habitamos, la sociedad de la que formamos parte.
Comí es la historia de una persona que a partir de una colonoscopía y frente a la incógnita que la enfermedad abre, echa la vista atrás. Aunque son muchos quienes piensan que saber vivir consiste en aceptar la propia finitud, la mortalidad, Martín Caparrós no está tan seguro de ello: “No sé si llamaría a eso saber vivir. La idea de saber vivir supone que hay cierta elección, que uno puede aceptar eso o no: si uno fuese sabio, aceptaría su finitud; y no lo haría si no lo fuese. Así, descartado esto como principio de sabiduría, no sé en qué consiste saber vivir. Si acaso, el hecho de aceptar que todo se acaba enseña a vivir como si todo se acabara, que es una forma de vivir diferente a la normal, a vivir como si siempre tuviéramos tiempo para hacer las cosas que no hacemos”.
“Soy de los que vivieron en la ilusión de una edad de oro (…). Después de haber vivido décadas en la esperanza del futuro, ahora vivimos en la nostalgia de ese tiempo en que teníamos un futuro. Nunca un puto presente –que es el tiempo en el que los mitos se desgajan–.” Son palabras extraídas de Comí. Aseveraciones muy de “argento”, de ciudadano de un país en el que pareciera que todo tiempo pasado fue mejor, donde los recuerdos y la música de hace 30 años parecen ser el sustento de muchos de sus pobladores, incluso de los más jóvenes: “En Comí la presencia del pasado es obvia porque es un libro sobre el pasado, sobre la historia de alguien que al deshacerse de lo que comió revisa su vida. Tenía ganas de hablar del pasado. No creo que todo tiempo pasado fuera mejor salvo que aceptemos que es mejor porque es pasado, y como éste es una creación de cada cual, puede mejorarlo en la medida que se le ocurra, cosa que es mucho más difícil hacer con el presente, que es un momento que depende de muchas otras circunstancias además del discurso que cada cual se inventa”, explica Caparrós a Brecha. “A mí también me sorprende cierta persistencia del pasado en los presentes argentinos. Ese ejemplo de que los chicos argentinos escuchan bandas de hace 20 o 30 años me sorprende mucho. Quizás no debiera sorprenderme en un país donde se habla de peronismo, tomando la figura de una persona que murió hace 40 años y que gobernó efectivamente hace 60 o 70. Argentina es el país calesita: tengo la impresión de que siempre estamos dando vueltas y, de vez en cuando, parece que vamos a sacar la sortija. A veces, la sacamos, y aunque tenemos otra vuelta gratis, seguimos en el mismo lugar una y otra vez. Argentina es un país al que le cuesta mucho salir de esos círculos viciosos”, concluye.
SOPA BOBA. “Estas son sociedades bobas, sin historia ni promesa de futuro (…); donde cada cual entiende su vida como un coto cerrado.” La imagen de la sociedad que se desprende de la lectura de Comí no parece positiva: “Nos está costando pensarnos de otra manera. Hay momentos en la historia en que ciertas sociedades tienen una idea de su propio futuro y hacen lo posible por materializarla. Y hay momentos en que no tienen ningún proyecto de futuro, y entonces lo que tienen es temor de lo que pueda pasar. Estamos ahora en uno de esos momentos: durante un siglo y medio existió un modelo de futuro establecido, llamémosle marxista, socialista; tras el fracaso de la forma que tomó ese modelo en la Unión Soviética, en China, en cantidad de lugares, no surgió otro. Entonces, lo que hay es un momento general defensivo en que tratamos de conservar lo poco que tenemos, se llame eso beneficios sociales o los árboles del bosque, o la posibilidad de expresarnos, o lo que sea que nos quedó, pero no sabemos construir. Es un momento mucho más penoso de vivir que aquellos más burbujeantes en los que creíamos que habría algo distinto”.
SOJIZANDO. En Comí se aborda el tema del modelo agroexportador: “Comer unos brotes de soja es mostrar el nuevo orden argentino basado en la explotación depredadora de tierras que se agotarán en unos años, vacías de población y derrochadas”. La no superación de dicho modelo en Argentina o Uruguay es, para muchos, una tragedia: “En el caso argentino no es sólo que no se supera: cuando creíamos que queríamos construir otra cosa volvimos a este modelo. Hasta los años sesenta y setenta hubo un intento de expansión industrial –que, por supuesto, tuvo muchos problemas y errores– que había llevado a Argentina a un grado de desarrollo técnico importante en el contexto latinoamericano; producíamos autos, aviones… En los setenta eso empezó a abandonarse. Hay un momento que me gusta citar porque me parece decisivo: el 24 de marzo de 1976 Henry Kissinger, el secretario de Estado estadounidense, llamó a su embajador en Buenos Aires para darle unas instrucciones, diciéndole que tenía que convencer a los militares golpistas de retomar el modelo agroexportador. Lo dijo de forma literal. Entre otras cosas, porque los obreros de una fábrica jodían demasiado: ya llevaban 20 años haciendo lío y ‘obligando’ a los militares a dar golpes para reprimirlos. Decidieron tirar el bebé con el agua del baño. Vamos, era más fácil sacarse el problema de encima cerrando fábricas y volviendo a dar a Argentina ese papel de granero del mundo que ya había tenido hasta los años veinte. Y así fue. Es notable lo bien que llevaron a cabo ese proyecto. Ahora, Argentina ha vuelto a ser lo que hace cien años trató de dejar de ser: un país exportador de materia prima –sea soja, trigo o carne; petróleo ahora– y eso es todo. La idea de desarrollo técnico propio fue abandonada hace treinta o cuarenta años. Es un cambio fuerte: Argentina siempre se pensó como el país del futuro y ahora no, parece una réplica del modelo de 1910”.
En los noventa, en pleno menemismo, Eduardo Anguita y Martín Caparrós publicaron La voluntad con la intención de recuperar el pasado, el pasado de una militancia ninguneada y agredida por las leyes del perdón. En 2013 llegó la edición definitiva cuando el gobierno fue ocupado por quienes se presentaban como sucesores de la izquierda revolucionaria de los años setenta: “Hay un sector político que se autodefine como continuador de la militancia de los setenta; como militantes jóvenes contemporáneos. Se agrupan en una organización llamada La Cámpora. Héctor Cámpora fue un señor que gobernó mes y medio, y cuando Perón le dijo que se fuese, se fue a su casa, aunque lo habían elegido 6 millones de personas. Lo más relevante que tiene esa organización es que todos sus dirigentes y militantes notorios son empleados del Estado. Se me hace muy raro pensar la militancia como una actividad pagada por el dinero público; yo aprendí a pensar la militancia en la izquierda revolucionaria como algo que se hace para cambiar el Estado, para cambiar un país, no a cuenta del Estado de una sociedad profundamente desigual, en un Estado que mantiene esa desigualdad, esas injusticias. Por eso se me hace muy difícil pensar que lo que hace el kirchnerismo y sus supuestos militantes jóvenes tiene algo que ver con una militancia transformadora”.
MEDIOS ENTEROS. Los medios de comunicación en Argentina tienen la característica de ser ellos mismos los protagonistas de la noticia. No tienen, a juicio de Martín Caparrós, la calidad requerida: “Sigue habiendo muy buenos periodistas pero no hay buenos medios. Para empezar, se han dividido en dos bloques muy cerrados, el oficialista y el crítico. El oficialista es malo por definición: es someterse a los dictados del gobierno, y para el periodismo siempre es contraproducente tener que decir lo que un gobierno te dice que digas. El crítico es malo por distintas razones. La Nación no me interesa porque claramente tiene unos principios políticos e ideológicos con los que no estoy de acuerdo. Es defensora a ultranza del mercado y de cierta idea de republicanismo donde el pueblo no tiene ninguna posibilidad de opinar. A Clarín nunca le interesó hacer buen periodismo, es algo que nunca pareció haber contado entre sus necesidades, ni cuando tenía todo el poder que pudo tener. Creo que va a pasar algo en uno o dos años, porque cuando se acabe el kirchnerismo se va a romper esa dicotomía tan brutal, por un lado; y, por otro lado, porque se abrió un espacio al quedar tan deslegitimados los medios por su actuación en los últimos años. Me da la impresión de que ahora sí hay espacio para alguna otra iniciativa. No sé qué puede ser. Si es que va a suceder, debiera haber un mínimo de calma económica: nadie quiere invertir en un medio en una situación que no se sabe si en el plazo de seis meses va a haber pesos o dinares, es una situación complicada… Mucha gente te dice que no sabe qué leer; la gente está dejando de leer diarios porque no ofrecen nada de interés”.