Los libros me salvaron la vida. O no tan melodramático, si se quiere: la lectura y la escritura reorientaron mi existencia, le otorgaron una significación y un sentido a mi experiencia diaria. Pero en el comienzo no había libros por ningún lado. En mi casa, mis padres estaban demasiado apremiados por darle la solución periódica a las necesidades de alimentación, ropa y salud que teníamos mis hermanos y yo; los libros eran objetos casi de distinción, algo que podía llegar más tarde, o al menos así lo percibía yo. Y en nuestro barrio, el Kennedy, de Punta del Este, no había biblioteca. Los vecinos tampoco tenían libros y nunca supe de alguno que fuera lector, de todos aquellos que iban y venían por las calles y entre el club de golf y el bar de mi padre. Los libros se hallaban a partir de un radio de unos cinco quilómetros, en la ciudad de Maldonado: estaban en un armario del salón de clases en la escuela y en una pequeña mesa que un hombre colocaba con bestsellers usados en la feria dominical.
Pasaron los años. Llegué a los libros. Quise ser escritor. Empecé a escribir mis primeros cuentos o intentos de novelas. Terminé el liceo el mismo año que escribí mi primer libro de cuentos. Lo envié a un concurso nacional. Se declaró desierto. Comencé a estudiar profesorado de literatura. Al finalizar la carrera, envié otro libro de relatos al mismo concurso. Obtuve una mención. El premio lo ganó Hugo Fontana. Cinco años más tarde armé otro libro con dos relatos largos. Me presenté, por tercera vez, al mismo concurso. Lo gané. Digamos que el libro en general le gustó al público y a los críticos. Más adelante vino lo otro: entrevistas, firmar con alguna editorial, viajes a ferias internacionales.
¿Por qué conté todo eso en un párrafo que puede por sí solo ser un cúmulo de pedantería? Por lo siguiente: normalmente me he encontrado con un cumplido incómodo. Personas que me felicitan porque, al haberme criado y vivir toda mi vida en un barrio hoy devenido asentamiento, demostré que “se podía salir adelante”. Y me ponen de ejemplo, sobre todo en oposición a las personas (para el caso, mis vecinos) que en circunstancias similares no lo hicieron. Permítanme ahora disentir con tal opinión, que considero un lugar común en el que solemos recaer a menudo porque descansa nuestra conciencia cuando el abismo de la desigualdad social nos interpela. La verdad es que no. No todas las personas pueden. Necesitan ayuda. Suponer que las personas que se hallan en la pobreza o la miseria tienen la capacidad de abrirse paso en la vida, así, de la nada, y salir de esa condición para llegar a ser individuos satisfechos consigo mismos, o algo que se le acerque a esa idea, es letal para nuestra convivencia.
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Sobre este tipo de pensamientos reposa la consideración que ha recibido históricamente el barrio Kennedy de Punta del Este por parte del resto de la sociedad y la clase política; es decir, se piensa que, al final, el problema se arreglará solo o, peor aun, la culpa está en los otros. El reciente proyecto de realojo total del barrio que lleva adelante el gobierno del intendente Enrique Antía reconoce esta lógica. Eso es lo que se puede apreciar al menos en las intervenciones de los ediles del su partido que han tratado el problema del Kennedy en largas sesiones de la Junta Departamental. Sin embargo, no nos engañemos. El lenguaje que cubre este proyecto se asemeja a un manto de filantropismo y conmiseración, pero ese manto está raído, y lo que se ve a través de su urdimbre es todo lo contrario. La sesión extraordinaria de la Junta Departamental del pasado 10 de febrero lo demostró. El motivo fue votar cuanto antes la expropiación de las tierras a las que sería trasladado todo el Kennedy. Entretanto, los vecinos del barrio, desde las gradas, tuvimos el privilegio de ver de cerca un espectáculo interesante. Entre voto y voto, las alocuciones de los ediles nacionalistas, plagadas de eufemismos, líneas condescendientes o frases declaradamente abstrusas, nos pusieron al día con los últimos avances de la obliterada capacidad crítica de nuestros representantes. (Por cierto, no estimula mucho ver a dichos representantes pasar las horas entre las alocuciones jugando o mirando fotos de chicas en sus celulares, sobre todo cuando está en juego el destino del lugar donde pasaste los momentos más importantes de tu vida.) ¿Cuál fue el argumento dominante de la noche? Sin duda el hecho de que el realojo mejorará las condiciones de vida de los habitantes. Eso lo avala incluso la enorme mayoría de los vecinos que en el censo elaborado por la administración se mostraron de acuerdo con dejar el barrio para ocupar una vivienda en la zona de los terrenos expropiados. ¿Quién podría no entender tal decisión? Todos debemos defender el derecho de quienes aspiran a una casa digna. La pregunta, sin embargo, es otra. ¿A qué precio los vecinos aceptaron irse del barrio, cuando muchos de ellos llevan dos o tres décadas ocupando los terrenos? ¿A nadie le llama la atención por qué el lugar, en los mapas, pasó de llamarse Pueblo Obrero Kennedy a Asentamiento Kennedy? Durante décadas los gobiernos departamentales dejaron librados a su suerte a los vecinos. Los servicios son deficientes o inexistentes en algunos casos. Muchas de las calles del interior del barrio ni siquiera deberían llamarse tales. La mayoría son unos caminos estrechos y poceados, llenos de barro y con el agua servida amontonándose en los bordes. Cuando llueve, la gente del corazón del barrio vive un desastre. Pasaron los nacionalistas, los frenteamplistas y los colorados a lo largo de medio siglo; las condiciones fueron las mismas. ¿No es más fácil retirar de un lugar a la gente cuando esta gente vive harta, hastiada? Ahí están las cifras del censo.
Y si se trata de mejorar las condiciones de vida, ¿qué mejor lugar que hacerlo en este mismo sitio donde vivimos? Si nuestros representantes se hallan tan urgidos por hacerlo, pues la ocasión es inmejorable. El barrio Kennedy se encuentra en medio de unos frondosos bosques de pinos y eucaliptos, a escasos metros del club de golf y su barrio-jardín. Además, a pocas cuadras, está la Playa Brava. Parece un buen lugar, sí. No busquen más y regularicen el barrio. Salvo que no quieran a los pobres en la franja comprendida entre la ruta Aparicio Saravia y la costa…
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En la sesión extraordinaria de aquel 10 de febrero no podía faltar el capítulo dedicado a la delincuencia, explícita o implícitamente. El presidente de la Junta afirmó que, una vez realojados los vecinos en los nuevos terrenos, ninguno de ellos tendría ya que ocultar el hecho de residir en el barrio Kennedy a la hora de pedir un trabajo. La estigmatización se habría terminado al vivir en el nuevo Kennedy. Nadie dudaría de su honestidad ya; cualquiera sería una persona confiable para cualquier trabajo. Como es sabido, tan sólo al otro lado de la vereda están los barrios de clase alta. Tengo gente amiga y que respeto de ese otro lado, pero no caigamos en la ingenuidad o la hipocresía de pensar que el problema de la delincuencia está presente sólo del lado de nuestra vereda. Basta con repasar las noticias o revisar un archivo para que esa apreciación se caiga de falaz.
Lo que se ignoró completamente en todas las alocuciones fue lo siguiente: las personas forman un sentido de pertenencia con respecto al lugar en donde habitan. La gente del Kennedy posee la identidad de vivir en el Kennedy. Muchas de nuestras historias transcurrieron en estas calles y estas casas. Siguen vivas en nuestros recuerdos, pero también cuando pasamos por los escenarios que les dieron lugar. El gobierno de Antía incurrirá en un error histórico al desarraigar a un grupo humano de una tierra con la que formó un vínculo.
Si el objetivo del realojo es finalmente liberar las tierras del Kennedy al sector privado para, como se ha afirmado, construir un complejo de clínicas médicas Vip, si la gente de clase obrera ya no puede formar una comunidad dentro del municipio de Punta del Este, no sólo perderemos aquellos que amamos este lugar, sino la sociedad toda. Alejar a las personas o situarlas en regiones en arreglo a su nivel social empobrece nuestras vidas de un modo inimaginable. Tendremos más problemas para encontrarnos y compartir nuestras experiencias en lugares que nos relacionen genuinamente. El hecho de que un grupo de clase baja viva en una zona de predominio de clase alta no tendría que escandalizarnos. Lo que debería escandalizarnos es que ambos grupos se den la espalda, que no se encuentren y no dialoguen. Si el Kennedy deja de existir, algo dejará de existir también en cada uno de los vecinos de los barrios circundantes.
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Los libros, pasado el deslumbramiento inicial, me habían llevado a su vez a revalorizar el barrio y su gente. Sus historias habían cobrado con los años un espesor particular. Había aprendido mucho de ellas. Eran las vidas de quienes habían llegado escapando de la necesidad desde puntos como Minas, Treinta y Tres, Melo, Río Branco, Rivera, Tranqueras o Artigas. Si juntáramos todos sus relatos tendríamos una buena parte de la historia de este país en las últimas décadas, un patrimonio cultural revelador. Me nutrí de esos relatos tanto como de los mejores libros que leí.
Hace un par de años me di cuenta de que ya era hora de devolverle al barrio una parte de lo mucho que me había dado con su riqueza cultural. En medio siglo de historia el Kennedy nunca contó con un polideportivo, ni con una biblioteca, y el por momentos alicaído centro comunal jamás fue apuntalado por una política gubernamental que generara actividades fijas y con su natural seguimiento. Y, como dije, cuando era niño tampoco había un vecino que prestara libros. Ahora ese vecino podía ser yo. Así que separé algunos libros de mi biblioteca personal, les pedí otros tantos a unos amigos, y cuando reuní unos sesenta saqué una mañana de sábado la mesa de mi cocina, la coloqué en la vereda y puse sobre ella los ejemplares con un cierto criterio. Todos los libros estaban sellados y numerados. También tenía un chapón de madera que usaba de pizarrón. Le había escrito algo así como “Biblioteca Circulante Kennedy Cultura Feliz”, luego unos toscos dibujitos con varios colores y los horarios. En los momentos previos, o durante las primeras horas de la biblioteca, algunos se me habían acercado para advertirme que quizás los libros no volverían, o que serían destrozados. (Un signo de la marginación: cuando la gente llega a convencerse de que ciertas cosas no son para ella o que no las merece. Pocos dramas pueden superarlo, creo.) Pero llegaron los niños, rodearon la mesa y se transformaron en los primeros socios.
Hace unos días, gracias a la conmovedora colaboración de vecinos y amigos, festejamos el segundo aniversario de la biblioteca. De tantos momentos entrañables de esa noche, elijo uno. En uno de los temas con los que La Kematutti cerró su actuación, se formó el típico trencito bailable. Yo, que no bailo, me quedé de pie observando cómo desfilaban frente a mí personas de todas partes: los niños y jóvenes del Kennedy, señoras de Punta del Este o Maldonado, algún amigo de Montevideo, muchachos de La Barra o Punta Ballena, una niña con… muletas. Fue una secuencia de esas que cada tanto vienen al teatro de mis sueños, una escena de alegría y convivencia que en la vigilia muchos te dicen que es irrealizable.