El ministro del Interior de Perú, Luis Pérez Guadalupe, propuso un canje insólito: tablets por armas ilegales. En un plazo de 90 días, los ciudadanos que posean armas de fuego, municiones, granadas o explosivos ilegales, podrán entregarlos a la policía sin recibir sanción alguna. Lo llamativo del caso fue su argumento: “Vamos a cambiar la violencia por educación”. El gobierno cree –o dice creer– que con esta estrategia conseguirá frenar una oleada de crímenes que golpea el país desde hace poco más de un año.
El ministro participó en una ceremonia en la que familiares de presos del penal de Lurigancho de Lima, uno de los más hacinados y violentos del país, entregaron armas y granadas que estaban en posesión de los detenidos. Días atrás el gobierno había decretado el estado de emergencia en la provincia del Callao, ante el riesgo de enfrentamientos entre bandas rivales de narcotraficantes, y envió al conflicto un megaoperativo de 1500 uniformados de las fuerzas especiales de la Policía Nacional.
Buscar la entrega de armas es siempre un objetivo loable. Pensar que con las tablets se consigue cambiar crimen por educación es una afirmación temeraria. Pero lo peor es creer que con la entrega de armas se puede frenar la violencia, algo sencillamente estúpido. No son los violentos los que van a entregar sus armas, sino los ciudadanos comunes que les dan poca utilidad, o aquellos que las tienen desde tiempo atrás por las dudas, y a los que probablemente les hayan quedado obsoletas.
Puede ser que el canje funcione como dispositivo propagandístico en plena campaña electoral para elegir al sucesor de Ollanta Humala. O sucesora, porque todas las encuestas apuntan a Keiko Fujimori, la hija del ex presidente Alberto, hoy preso por crímenes de lesa humanidad y delitos de corrupción.
Pero lo más sintomático de este singular canje es la creencia de que ambos objetos pudieran ser simbólicamente equivalentes. ¿Será que el poder ya no nace del fusil, como sentenció el fundador de la República Popular China, sino de la tablet?