Esta película* se inscribe en la redituable saga de desencuentros-encuentros de personas de generaciones diferentes, nacionalidades diferentes, clases diferentes y todas las diferencias a mano capaces de lograr enfrentamientos y acuerdos dramáticamente viables, o por lo menos, atractivos. Desde Conduciendo a miss Daisy (Bruce Beresford, 1989)hasta Conversaciones con mi jardinero (Jean Becker, 2007), desde Mis tardes con Marguerite (2010, también de Becker) hasta Amigos inseparables (2011, de Olivier Nakache) pasando por Besos en la frente (1996, Carlos Galettini) y hasta, en parte, por Alma Máter (2005, Álvaro Buela) más una larguísima lista de engorrosa enumeración. Películas que, sea en clave de comedia, de drama o de una combinación de ambos, buscan despertar la emoción del espectador e incluso refrescar su fe en la posibilidad del reencuentro humano.
Aquí el director estonio Ilmar Raag trabaja las diferencias partiendo de una aparente similitud, que también lo engloba a él: la nacionalidad de las personas destinadas a enfrentarse y encontrarse en territorio ajeno es la misma. Anne (Laine Mägi) es una mujer estonia de mediana edad, con hijos ya mayores y que viven por su cuenta, que después de la muerte de su madre, a la que cuidó durante algunos años, es contratada para cuidar en París a una anciana que también proviene de Estonia aunque vive en la capital francesa hace décadas. Premio gordo: para los espectadores, porque la vieille dame llamada Frida es encarnada nada menos que por Jeanne Moreau; para la callada y más bien insulsa Anne, Frida resulta la encarnación de todas las furias del universo, y la nacionalidad en común le importa un bledo. No deja de ser curioso haber elegido a una quintaesencia del cine francés como la Moreau para interpretar a una estonia, por más que el guión disculpe tal transformación en razón de los largos años de estadía en París. Por otra parte, la actriz no dice una sola palabra en estonio, ni siquiera cuando recibe en su casa a un grupo de ex compañeros de coro de su misma nacionalidad. Pero las razones de la elección, en términos de atracción al público, quedan más que justificadas.
Con un tono contenido –diríase que de a ratos, demasiado–, Raag se dedica al ejercicio de ver hasta dónde aguanta Anne, con el solo consuelo de sus paseos por la Ciudad Luz, el mal carácter de Frida, cuyo único pariente no es tal sino un ex amante, Stéphane (Patrick Pineau), mucho menor que ella que a la vez que la protege huye de su insufrible afán de posesión. Pese a tal contención, pese a la inclusión de alguna escena que alude melancólicamente a la memoria sexual de la vejez, todo lo que sucede es previsible, similar a lo que sucede en la colección de películas que Una dama en París integra. Queda el único factor de atracción, y no es poca cosa. El francés y la estonia, ambos cincuentones, que rodean a Moreau no hacen más que aguantarla, mirarla y admirarla. A los espectadores les ocurre más o menos lo mismo. Con ochenta y pico de años, demasiado maquillada para alguien de su edad –o de cualquier edad–, insolente, segura, soberbia hasta para expresar sus propias debilidades, ella sigue siendo Jeanne Moreau. La cámara se prende de su rostro afeado por el tiempo como cuando hacía Jules y Jim o Los amantes. Ya se ha escrito más de una vez, diva no es quien quiere, sino quien puede.
* Une estonienne à Paris. Francia/Estonia/Bélgica, 2012.