Durante los años veinte, el barón Tsunayoshi Tsunami Megata aterrizó en la fiesta parisina para someterse a una intervención quirúrgica. Era nieto de un samurái, de modo que es lícito adivinar su estoicismo, aunque no necesariamente sus dotes como danzarín. Sin embargo, Megata aprendió a bailar el tango en el cabaret El Garrón y se llevó la buena nueva a Japón. Instaló una academia, difundió la música y, con la prohibición del jazz de la Segunda Guerra Mundial, el tango inauguró su propia tradición nipona. Cantores y cantoras, orquestas típicas, programas de televisión, un circuito de visitas. Ahora, exactamente un siglo después de la revelación de Megata, La Chicana acaba de hacer un movimiento inesperado: dio vuelta el espejo. La visión no es precisamente turística. Ráfagas de fuego amigo, traiciones en un monoambiente, perros que cambian de raza con un estornudo. Hikikomori, su nuevo disco, es la celebración alienada y desesperada del apocalipsis. Si hay una verdad para el tango, parece decir, está al otro lado del espejo.
En medio de la deep cuarentena, el grupo de Dolores Solá y Acho Estol reunió un repertorio con 11 composiciones de Estol y cinco versiones de su radio de influencias. Pueden escucharse en él desde el «Candombe para el que hasta ayer reía», del Cuarteto Cedrón, hasta «Les histoires d’A», popularizada por Rita Mitsouko, pasando por «Malísimo», de Ruben Rada, una lectura litoraleña de Sean Ono Lennon y un mash-up entre dos páginas poco transitadas de Charly García. Amarradas por el lazo cromado del distanciamiento social y el laboratorio alquímico de La Chicana, estas canciones adquieren una unidad extraña, insoportablemente contemporánea. «Acho me mostró estos temas antes de la pandemia y ya eran medio apocalípticos. El apocalipsis que lo inspiró, viéndolo a la distancia, fueron los cuatro años de macrismo y las derechas en el mundo», dice Solá.
Registrado entre su estudio privado y los hogares de cada uno de los músicos, la grabación de Hikikomori adquirió un estatus casi terapéutico. Un remedio para combatir la ansiedad entre las cadenas nacionales, las salidas reguladas y el scrolleo patológico de los títulos de Netflix. «En medio de la cuarentena vimos una película mexicana que se llama Ya no estoy aquí. Es la historia de un pibito que se va a Nueva York porque lo quieren matar. Los pibes bailan mucha cumbia y, bajando la velocidad de los casetes, le dan un groove muy denso y oscuro. Siempre me gustó esa idea de la cumbia, así que me pasé un tiempo pensando qué tema podíamos hacer en ese estilo. Un tema que tuviera onda, pero que fuera progresivo. Que tenga partes, que vaya y venga, un instrumental, un solito de una cosa o de otra. Pronto se me ocurrió que esa cumbia densa era “Malísimo”», cuenta Estol.
En casi cualquier otro sitio, la lectura de «Malísimo» sería un atrevimiento. En el universo de La Chicana, sin embargo, es natural. Casi esperable. Desde antes de su propia fundación, el grupo de Solá y Estol tendió un puente con el mapa mestizo y ligeramente psicodélico de la pampa grande. Veamos.Por un lado, la hija menor de una familia patricia y de acervo peronista que crece sentada junto a los vinilos de su padre: Corsini, Gardel, Magaldi; una muchacha inquieta y de espíritu indómito que, sin embargo, nunca reniega del tango. Por el otro lado, la oveja negra de una familia de ovejas negras, un pibe roquero en un nido de intelectuales que odian esas manifestaciones de la música popular. Aunque tanto en su casa como en su grupo de amigos el tango simboliza la reacción, advierte –no sin vergüenza– que la voz de Gardel lo conmueve. Un día escucha «El anillo del capitán Beto» y encuentra la horma de su zapato.
A comienzos de los noventa, ambos se ganan la vida en el mundo del cine. Acho es asistente de dirección y Dolores –más y mejor conocida como Lola– es actriz. Hojeando alguna carpeta, Acho se detiene en la foto de un currículum. Por ahora, ella es sólo una cara bonita. Pero falta poco para que eso cambie. Acho viaja a Madrid y, mientras toma unas cervezas, reconoce a la moza del bar. Es la cara bonita del currículum. «Yo te conozco, vos sos tal», le dice. «Sí, soy tal», le responde ella. Lola está encendida: viene de quemar las naves. Siguiendo una ráfaga de la intuición, acaba de abandonar su promisoria carrera como actriz para instalarse en España. Esa misma noche descubren, como un código, su amor secreto por esa música que es una grasada para todos sus amigos de veintipico. Hablan, beben, hacen la masa crítica de su amistad cantando temas de la Guardia Vieja, de Ketama y de Pata Negra. Arman un dúo con un repertorio mercenario, vuelven a Argentina y forman una banda de rock. Los van a ver un puñado de jubilados –primero–, amigos y desorientados –después–. No pasa nada.
«A mediados de los noventa, advertimos que el rock estaba muy agotado. Al menos en cuanto a la posibilidad de su contenido subversivo. Y nos dimos cuenta a través de otras movidas, como el flamenco nuevo en España. Me acuerdo de que yo le hablaba a Lola de la Incredible String Band y las cosas del folclore roquero inglés que habían sido vehículos ideológicos. En el folclore argentino habían pasado cosas así, pero el tango estaba muy virgen. Se había convertido en una repetición de clichés aburridos, cansados por el tiempo, “El farolito” y la puta madre. Su verdadera posibilidad psicoanalítica y antropológica de hacer subversión social parecía haberse perdido totalmente. Así que tomamos esa idea y la vivimos. Hoy, mirando atrás, viendo la escena, en gran medida ocurrió: fue vehículo de expresión de gente bastante under. Como había sido en el origen, fue una voz que, justamente por ser marginal, era impune y podía decir verdades», recuerda Estol.
Siguiendo la pista de algunos eslabones perdidos (Cuarteto Cedrón, Juan Vattuone, entre otros), La Chicana formuló su propia tesis. Devolvió el tango a la orilla barrosa de su fundación prostibularia y, poco a poco, lo llevó río arriba en una carreta, como si reubicara el epicentro neurálgico del tango mudándolo del Río de la Plata a la Triple Frontera. Una cruzada con discos de Tom Waits, instrumentos exóticos y postales de China. De fadistas y cumbieros, pibes con la remera de Manal y divas berlinesas. Entonces, La Chicana no sería exactamente una banda: sería el triángulo de amor bizarro entre un hombre, una mujer y el tango de los mestizos. Una realeza en el exilio psíquico, con su fanfarria gitana y la corte de perros callejeros.
«Por ahí escucho el primer disco y hay algunas canciones que no me gustan nada. Me veo como jugando a tanguera, donde lo actoral quiere reemplazar a lo cantado. En otras canciones, ya me reconozco a mí misma. A través de todos estos años, creo que no solamente gané en salud vocal (lo que me da mucha más comodidad y posibilidades de expresión), sino también en la posibilidad de encontrar una voz propia. Creo que la he encontrado, a pesar de que hay momentos en los que creo que no. Hay momentos en los que tengo que encarar una canción y no sé muy bien cómo hacerlo desde mí. Quizás uno no sea tan consciente. En todo caso, me fui quedando con la parte de la expresión que es auténtica. Nada forzado, nada en puntas de pies. Nada que juegue a ser, sino que sea», dice Solá.
En 2011, poco antes de proponer su «gótico surero», dieron un sutilísimo golpe de knock out. En el marco de un álbum doble titulado Revolución o picnic (un disco para sus composiciones; otro disco para revisitar el mapa afectivo de su música: desde Villoldo hasta Tom Waits, pasando por Os Mutantes y la dupla Weill/Brecht), grabaron una versión de «A los jóvenes de ayer», con pulso de milonga y arreglo de marimbas. El giro era fatal. Tres décadas antes, Charly García había compuesto esa canción pensando en los grandes valores del tango que deambulaban por Sadaic en su tierna decadencia. Inofensivos, bien empilchados y con bronceados de domingo. Cuidado, parecía decir La Chicana: el destino es un boomerang peligroso.