Por Pablo S. Naranjo-Golborne
La vida del cineasta danés Carl Theodor Dreyer fue como sacada de un tango. Hijo de una pobre madre soltera que lo dio a luz en Copenhague en 1889 y que debido a las convenciones de la época se vio obligada a entregarlo en adopción, Dreyer transitó por un sendero duro y desolado durante casi toda su vida. Sin embargo, pese a sus orígenes adversos, logró imponer su posición artística y humana frente al mundo. Su filmografía está marcada por un profundo sentimiento rupturista e intransigente, y llena de personajes solitarios confrontados a los poderes fácticos o reales. Con tan sólo 14 largometrajes logró dejar una impronta única en la historia del cine, gracias a un estilo visual intenso y reduccionista, lleno de imágenes puras, nítidas y en algunos casos trascendentales. Sin embargo, resulta difícil precisar que Dreyer haya logrado establecer un estilo reconocible en sí mismo. Es más bien el aura y no el estilo de sus películas el que podría ser destacado como el común denominador de su irregular producción cinematográfica. Dice Dreyer que “existe entre la obra de arte y el hombre tal semejanza que del mismo modo que se habla del alma del hombre podemos hablar también del alma, de la personalidad de una obra de arte”.
Su falta de continuidad como director se debió en parte a su intransigencia artística, pero también a la incomprensión de los productores con los que trabajó. A diferencia del director sueco Ingmar Bergman, quien tuvo una continuidad única en la historia del cine pese a que su estilo estaba lejos de ser fácil para el público, Dreyer no contó con la fortuna de su colega sueco, quien sí supo entusiasmar y capitalizar su suerte, y lo que es más importante para un director de cine, posicionarse estratégicamente dentro de una industria tan compleja como la cinematográfica.
Fue justamente la obra de Dreyer la que inspiró a Bergman en muchos sentidos. En algunos casos el director sueco se dejó iluminar por el autor danés, aunque en otros asumió una posición dialéctica frente a técnicas que Bergman consideraba obsoletas para su época. Para el autor sueco los actores no necesitaban estar sumergidos todo el día en un ambiente lúgubre aunque éste formase parte esencial del filme, como era el caso de Ordet y Dies Irae, películas en las que Dreyer instigó a sus actores a buscar constantemente la esencia de sus personajes, incluso fuera del rodaje. En su famoso artículo “Algunos apuntes sobre el estilo cinematográfico”, traducido magistralmente al castellano por Ebbe Traberg, dice Dreyer: “Dies Irae es una obra llena de conflictos espirituales. Por otra parte, resultaba difícil encontrar un guión que invitase más que éste a las acciones dramáticas exteriores, pero mis actores y yo no hemos querido ceder a esta tentación. Todos hemos intentado escrupulosamente evitar la falsa exageración y los tópicos archiconocidos. Nos hemos esforzado en ser auténticos, buscando siempre la verdad”. Para Bergman, en cambio, esta manera de aproximarse a la actuación resultaba pesada y por lo tanto absurda: “el actor solamente asume el papel de su personaje cuando el director díce ‘acción’ y debe salir inmediatamente cuando dice ‘corten’” (paráfrasis).
A pesar de estas diferencias, fueron justamente películas como Ordet y Dies Irae, que forman parte de la última etapa creativa de Dreyer, las que marcaron una pauta simple y reduccionista (en términos actorales y escenográficos) para el director sueco. Al mismo tiempo, frente a la espiritualidad de Dreyer y a su profunda fe en un Dios libre de los poderes eclesiásticos, Bergman antepuso su falta de fe, o su fe trastocada por el terror al holocausto atómico, que sigue amenazando al mundo aún en nuestros tiempos. Justamente este es el tema central de Luz de invierno, una obra magistral que Bergman consideró por mucho tiempo como su mejor película. En esta obra, filmada en blanco y negro en 1961, Tomas, un cura que pierde su fe en un mundo secularizado y que se siente incapaz de ayudar a los poquísimos fieles que lo necesitan, deja de creer en un Dios todopoderoso para crear uno más incierto, personal y por sobre todas las cosas, un Dios “silencioso”. Esta poderosa película, inspirada en la música de Johann Sebastian Bach, y que para Bergman era la única de sus obras que podía compararse a una obra musical, es el punto de inflexión más claro que existe en el cine escandinavo, en relación a la obra de Carl Theodor Dreyer. Ordet, su archifamosa película, plantea que la fe es el único poder capaz no sólo de salvar, sino también de resucitar a un ser humano.
La huella austera y reduccionista de Dreyer, que buscaba encontrar la grieta que existe entre el cine realista y el cine trascendental, puede ser seguida incluso en algunas de las últimas producciones de su compatriota y principal admirador, el autor Lars von Trier, quien llevó al límite la reducción escenográfica en sus filmes Dogville y Manderlay, en los cuales la escenografía está prácticamente reducida a cero. A pesar de que Von Trier no se cansa de declarar su admiración por la obra de Dreyer, el autor contemporáneo danés más importante de la actualidad no ha logrado darle fe a su protagonista Kirsten Dunst en su penúltimo filme, Melancholia. Esta película, que fue fotografiada por mi compatriota, el chileno Manuel Claro, es una perfecta y curiosa analogía de las filmografías tanto de Dreyer como de Bergman. Lars von Trier no esconde su amor-odio por el director sueco, a quien escribió incontables cartas, y a las cuales Ingmar Bergman jamás respondió siquiera con una postal. “Tenemos que atacar a Bergman, porque él ha atacado a Dreyer”, ha dicho Von Trier públicamente en más de una oportunidad. Sin embargo, Melancholia es un filme análogo entre la falta de fe y la trascendencia que derrocha su protagonista femenina, otro elemento que también lo une con las protagonistas de las películas de Carl Theodor Dreyer.
Thomas Vinterberg alcanzó la fama mundial inmediata con su obra La celebración. El impacto de esa película fue tal que una larga lista de actores y directores legendarios comenzaron a llamarlo insistentemente a su teléfono celular para conversar sobre la técnica directa que había utilizado al crear la primera película del movimiento Dogma. El primero de esa larga lista de admiradores que lo buscaron por teléfono fue Marlon Brando. El último fue Ingmar Bergman, quien además le extendió una invitación a su casa en la remota isla de Fårö, en las afueras de la costa central de Suecia. Allí, cuenta Vinterberg, se juntaron para conversar sobre La celebración, aunque tengo entendido que no resultó ser una conversación como tal, sino que más bien un monólogo del director sueco, quien entre otras cosas le advirtió a Vinterberg sobre el riesgo de hacer un filme sin planificar el siguiente antes de comenzar el rodaje. El éxito puede ser tan dañino como el fracaso y este fue justamente el caso de Thomas Vinterberg, quien realizó La celebración sin haber planificado antes su próximo filme. “Eres un idiota”, le dijo Bergman poco después de recibirlo en su casa, y está claro para todos quienes han tenido éxitos y fracasos artísticos que no es recomendable dejar la vida ni en las manos del público ni en las de los críticos. En una charla que Thomas Vinterberg dictó a los alumnos de la Escuela Europea de Cine junto a Karin Grand, confesó que después del rotundo éxito de La celebración tuvo que pedirle ayuda a un psicólogo para poder lidiar con su nueva vida y para volver a sentir que su carrera tenía sentido, y fundamentalmente futuro. Para Vinterberg no fue fácil convencer a la crítica ni al público de que jamás volvería a realizar un filme tan exitoso como La celebración, hasta que realizó La cacería, una película que en muchos sentidos conjuga una mirada similar sobre la sociedad danesa. En este filme, cuya fotografía está inspirada en Fanny y Alexander de Bergman, Vinterberg vuelve a sumergirnos en el mundo de un hombre que se ve confrontado a su entorno más cercano, después de que la hija de cuatro años de su mejor amigo lo acusase de abusar sexualmente de ella.
“Hombres de poca fe”, diría mi compatriota Nicanor Parra, quien por estos días ha cumplido cien años, con respecto a las películas de Bergman, Vinterberg y Von Trier, fe que de acuerdo al filósofo contemporáneo Peter Sloterdijk será fundamental para poder alcanzar un nuevo renacimiento artístico y cultural en Occidente.