—¿Cuándo arrancó Juana y los Heladeros del Tango?
—Tenemos una anécdota de arranque, que fue como la semilla, pero es muy anterior a cuando efectivamente nos empezamos a juntar. Hicimos un toque ya con los trajes blancos –heredados de la Orquesta Matos Rodríguez– en el cumpleaños de un senador, en la bodega Juanicó, un día antes de las elecciones internas de 2014. Ya esa vez hicimos «Justo el 31», pero también «Yuyo verde» y «Los cosos de al lado».
—Ahora su repertorio es más personal.
—Este año nos juntamos a hacer muchas cosas nuevas. La mayoría de los temas que vamos a tocar en este próximo espectáculo no están en el álbum Crema y muchos son de autoría enteramente nuestra: la letra de uno, la música de otro. No es que aparece alguien con un tema ya armado: los vamos haciendo. Es un proceso lento, pero que está bueno.
—¿Y cómo nace un tema entre todos?
—Con dos cosas: asado y vino. Mientras le buscábamos la vuelta a un tema, un vecino nos aplaudía y festejaba absolutamente todo. Ahí te convencés y fluye.
—Cuando el público tira para adelante, la cabeza acepta y se estimula.
—Por lo menos, se te congela el juez interior, que te dice: «Cuidado, vas a componer un tango».
—¿Hasta este año no les había surgido nunca componer?
—Siempre tuvimos la idea, pero no habíamos encontrado el mecanismo. Ya había una inquietud y una grupalidad muy fermentales. Siempre deliramos juntos. Las cosas que podés ver arriba del escenario y en las redes son una extensión de lo que pasa en nuestros ensayos. Además, nuestra visión del tango iba necesariamente hacia la composición propia. No podés decir: «Che, vamos a decir cosas que nos representen» y no terminar en algún momento diciendo cosas desde cero para cerrar el proceso. Cada vez que alguno acerca una idea, esta pasa por un tamiz heladero, que la transforma. Algunos venimos tocando juntos en otros proyectos desde hace más de diez años. Eso te da conocimiento y confianza en el otro. También en un momento alguien –casi siempre Ramiro [bandoneón] o Andrés [piano]– agarra toda esa energía grupal y la ordena en un arreglo concreto, en lo que finalmente vamos a tocar.
—Una vez fraguado ese arreglo, ¿qué tanto se ciñen a lo que está escrito?
—En el tango hay una cultura del arreglo que tiene muchísimo peso. Se te dice: «Bueno, acá está tu partitura», porque alguien dedicó un montón de tiempo a trabajar en eso. ¿Qué le vas a ir a decir? Esa forma de hacer las cosas tiene mucho peso y a veces es un lastre. Nosotros estuvimos haciendo eso mucho tiempo, con arreglos que son increíbles, pero después vimos que los temas iban cambiando en los ensayos, en la medida en que los tocábamos muchas veces. De «Coronavirus», uno de los temas nuevos, ya hay cuatro versiones y todavía no lo estrenamos.
—Mucho gasto en impresiones.
—Sí, incluso la versión nueva ya tiene apuntes arriba. Y si comparás los temas originales de nuestro primer disco, Crema, con las versiones de ahora, son muy diferentes. Ya la presentación del disco fue diferente de lo que está grabado, y aun entre los temas del propio disco hay una diferencia, porque no fue pensado como disco. «Amalia» y «Pieza en forma de tango» fueron grabados a seis meses de haber empezado a tocar juntos, mientras que el último tema lo grabamos después de una gira por Buenos Aires en la que tocamos 15 veces en ocho días. La diferencia siempre fue abismal entre las grabaciones y el vivo.
—También el género, en tanto música popular, habilita de muchas formas la mutación.
—Igual, dentro del tango, anidan muchas posturas que defienden lo inmutable. Nosotros nos damos la libertad de jugar. Es una música hecha en las casas de la gente y en los boliches. ¿Por qué algo que está en permanente cambio tiene esa insistencia conservadora que dice: «El tango es esto y no otra cosa»? Entonces, [Ástor] Piazzolla no es tango. ¿Y [Aníbal] Troilo? Tampoco. ¿Y [Eduardo] Arolas? Al mismo tiempo, la raíz está siempre presente: no la podés evitar, es un germen apasionante. No se puede tocar un tango como si fuera música de ascensor: quien toca necesita involucrarse. Excepto cuando se trata de algo muy lavado, como Al Pacino bailando «Por una cabeza».
—El peso de la internacionalización. Pero había tangueros que se divertían muchísimo tocando en vivo, que estaban muy lejos de esa imagen acartonada que nos fue quedando en la memoria.
—La diversión y la complicidad son algo que seguramente pasaba mucho más de lo que parece, pero no es lo que trascendió. Hay un video de El Quinteto Real tocando en Japón en el que el cantor, Enrique Francini, se pone a bailar en el medio de un tema. Y es que estaban de gira, pero también era un grupo de amigos que se divertían. Pero, bueno, no es esa imagen la que ha quedado en el imaginario popular.
—Del juego y la diversión ustedes han hecho una línea de expresión. Supongo que cuando empezaron a hacer temas cómicos fueron, al mismo tiempo, descubriendo a otros artistas que iban por caminos similares al suyo.
—Esto de estar jugando te permite derribar muchos prejuicios. Porque también existe el desprecio hacia los humoristas que hacen música. Si sólo vamos a hacer tangos de [Enrique Santos] Discépolo, volvemos a lo mismo: a una concepción ya trillada. También hubo gente que nos escuchó y nos recomendó artistas o temas que podían ir bien con nuestro estilo. Hay muchas formas de llegar a un tango. Ahora estamos haciendo «Así se baila el tango», que a todos nos encanta, excepto por la letra. No podíamos ni hacerla por absurdo, así que la cambiamos por completo. Al mismo tiempo, nos preocupamos mucho por tener un sonido bien tanguero, y ese es un adjetivo comprometido. Pero no es que nos reímos del tango y tocamos cualquier cosa: para poder reírte de algo, tenés que conocerlo bien.
—Han tomado tangos compuestos por músicos que vienen de otros géneros –y que, por lo tanto, fueron grabados con instrumentaciones variadas– para volver a traerlos hacia un timbre más característico.
—Cuando Valentín Abitante escuchó nuestra interpretación de «Amalia», nos dijo eso: que él lo había escrito para que sonara así, pero que no había logrado que sonara de esa manera con su grupo Cucú Rapé, porque no era un grupo que hiciera tango.
—¿Van a grabar este espectáculo?
—Estamos viendo en qué formato plasmar todo esto que estamos haciendo y que el jueves 29 presentamos en la Sala del Museo como No me Da la Menta. Material para sacar un nuevo disco el año que viene ya tenemos. Ha sido un vértigo de composiciones. Trabajar bajo presión también nos ayuda mucho siempre y confiamos en esa forma de sacar las cosas adelante. Muchas veces hemos modificado y adaptado el hilo conductor del espectáculo a último momento, porque cambió el lugar donde nos presentábamos.
—No es fácil desprenderse de ideas que funcionan una vez probadas en público.
—Una vez quisimos hacer «Tu corazón», con música de Donato Racciatti y letra de Enrique Soriano. Le cambiamos el formato: bongós, maracas, guitarra, contrabajo y coro de cuatro voces. Para rematar, lo hicimos bolero. Nos dio la impresión de que la letra iba como de un amor gay y nos divertimos mucho acompañándolo de unas visuales con plumas. En un momento le pedimos al público que pasara a tocar un solo de piano totalmente improvisado. Hubo momentos increíbles. En Rivera terminamos haciendo un solo de free jazz de diez minutos con un hombre del público, que después no se quería ir.