En la vida de Mario Handler es un camino. No había casi cine en este país cuando en los años sesenta encontró cómo llevar a ese formato la vida de un bichicome montevideano (Carlos, retrato de un caminante, 1965), o cuando con Ugo Ulive descubrieron el absurdo en el proceso más caro a los uruguayos (Elecciones, 1967), o la catarata de rebeldía juvenil en las calles (Me gustan los estudiantes, 1968, Líber Arce, liberarse, 1970), y la cotidianidad trabajadora en algunos de sus aspectos más trágicos (Fray Bentos, una epidemia de sarampión, 1973). Más tarde, luego de su larga estadía en Venezuela, se metió de lleno en la marginalidad juvenil (Aparte, 2002), y encaró la dictadura en las vidas de cercanos, de enemigos y de sí mismo (Decile a Mario que no vuelva, 2007), y volvió a los tics del uruguayo rito electoral con El voto que el alma pronuncia (2010). Es el camino de salir a la calle, a las fábricas, a los boliches, a los actos públicos y no tanto, a buscar una manifestación de lo real pero descartando lo rutinario, lo ya mostrado, lo que no brinda más información que la puntual.
Ahora Handler se asoma a la vida de un puñado de trabajadores. En algunos casos es el registro del acto del trabajo, sin que aparezca una implicancia mayor con quien lo ejecuta. En otros es evidente la aproximación a la cotidianeidad e incluso al logro de una cierta intimidad con los sujetos que filma. Por detrás (véase entrevista en la edición anterior de Brecha) son horas y horas y días y meses de probar, entrevistar, seguir, ensayar, y por fin descartar y/o preservar. Lo que queda es un potente friso que da cuenta de muchas de las diferentes maneras de ganarse la vida que encuentran los asalariados, y de las diferentes capas de cultura, de militancia, de relaciones personales, de dificultades, que nutren esas vidas. A algunas de esas maneras de “ganarse la vida” no las vemos nunca, al menos los citadinos. Como un contrapunto a la escena donde quienes trabajan son los robots –único material de archivo que no pertenece al del mismo director–, vemos a trabajadores rurales abrazando al ovino al que esquilan, como seguramente sucedía en los tiempos de Ulises. O a quienes se internan en las minas, o arrastran al embarrado cordero semiahogado en un pantano. Sí vemos casi a diario –en la mil veces perforada villa– a quienes deben romper veredas para instalar o reinstalar algunos de los servicios que tanto precisamos, pero no tenemos tiempo de medir la dureza del suelo, la extensión de las jornadas, la sed de un día caluroso, y menos que menos el cambiante ánimo de la vecina que termina por entender todo eso antes que nosotros. Fragmentos de vida atrapados por la curiosa paciencia del realizador. Así, “el mundo del trabajo” es el mundo. Con sus rasgos específicos, por supuesto. Aunque lo ideológico expreso no ocupa en ningún momento el centro de la cuestión, está ahí, en las asambleas, las movilizaciones, el encontronazo entre posiciones distintas, hasta en la lectura diferente de un padre y un hijo sobre ciertas concepciones fundamentales. Y aunque no se analice la fragmentación territorial, ésta muestra su cara más costosa en la odisea cotidiana de quien debe levantarse en la noche para tomar un tren para tomar un ómnibus para tomar otro ómnibus que lo lleven desde su morada al lugar del trabajo. Y aunque nadie hable de la diversidad, ahí están ese pícaro oriental, y el trabajador umbandista, y el trabajador homosexual que además se atreve a casarse con el amor de su vida (en una doble ceremonia que no queda del todo clara, porque son dos bodas aunque el foco esté centrado en una de ellas).
Es que, como lo ha expresado Handler en numerosas entrevistas, incluso en la de Brecha, no hay en ningún caso culminación, interpretación, cierre, final feliz o infeliz. Queda la indefinición de los destinos, de las interpretaciones, de las lecturas. De un mundo variopinto que, cuando salimos del cine, sigue sucediendo. Quizá mucha exigencia para públicos deseosos de lo contrario, de salir del cine con certezas, de que le expliquen y chau. No es para ellos este (imperfecto) documental que funciona como captura de instantes de vidas; y en este caso, de vidas que, de una manera o de otra, son el motor generalmente invisibilizado del avasallante relato del día a día. Sí lo es para los curiosos, los indagadores, los que perciben o intuyen las “Tantas historias, tantas preguntas”, como culmina el poema “Preguntas de un obrero que lee”, de Bertolt Brecht, al que Handler recurre como una de las bases del impulso para hacer este documental. Dedicado a Ronald Melzer, curioso entre los curiosos, como corresponde.