La pieza dirigida por Fernando Vannet y escrita por Stefanie Neukirch forma parte de la pentalogía distópica de la que la autora ya ha estrenado No ver, no oír, no hablar (2018) y Valor facial (2021). En aquellas obras un universo ficticio presentaba a personajes cumpliendo roles distorsionados, que pretendían estar en el lugar de otro. En Toda mi vida me gustaron las matemáticas una serie de monólogos se instala para mostrar el punto de vista de cada personaje en el conjunto de una historia que ronda la muerte y la desaparición. Los diálogos, que aparentan ser inconexos, van entretejiendo la anécdota, que tiene en su centro a una actriz (Mariana Lobo), una conductora de televisión (Victoria Rodríguez) y un virus que amenaza la vida. Estos monólogos tratan temas existencialistas, pero, a pesar de lo denso del material, no carecen de humor para dibujar a estos seres en sus contradicciones.
El director conformó un elenco tan diverso como la paleta de personajes, que se presentan en un continuo que parece fluir a la perfección. El reparto responde a las necesidades de cada personaje en monólogos que, en su brevedad, no permiten construir profundidad. La fortaleza del montaje se encuentra en el relato global que construyen sus efímeras intervenciones: una narración coral sobre el ser, el estar, la permanencia y la muerte. Cada intervención se hilvana con la realidad de la siguiente, mostrando una diversidad de puntos de vista sobre el mismo hecho, como un cálculo cuidadosamente pensado. Es un acierto la elección de Rodríguez para representar el papel de la conductora de televisión, quien la encarna en toda su neurosis fuera de cámaras y complejizando su personaje con la imaginería que conlleva su figura para el espectador, mientras establece un juego de evocación de recuerdos que se torna lo más interesante de la pieza.
Con la pandemia de fondo, Vannet y Neukirch toman la separación (devenida de cuarentenas y distanciamientos sociales) como forma de contar. De a poco, esos discursos, que parecen estancos, van tomando forma. Y la obra se transforma en una pieza de actores. Ambos, director y dramaturga, son actores. Ese doble rol hace que la comprensión por el trabajo del otro se haga presente. Y es así que se crea un espacio para que cada integrante del elenco tenga su protagonismo. Pelusa Vidal, en el rol de madre en duelo, se roba todas las miradas mientras desarrolla su monólogo sentada en una silla. Rodrigo Garmendia compone a Luis, la pareja de la conductora Laura Lucía, en un discurso tenso y siempre al borde de la explosión. Horacio Camandulle encarna a la pareja de Elena, la actriz, y desde su difícil posición de partenaire aporta una buena dosis de humor con su aparente inexpresividad. Nacho Cardozo aparece en todas sus luces para traer la sorpresa al conjunto, mientras muestra a todo show y reminiscencias musicales el punto de vista animal en esta historia. Lobo atraviesa toda la pieza con intervenciones que funcionan como una pausa, mientras representa escenas clásicas del teatro en su rol de actriz, filtrando un mundo ficticio repleto de conflictos. Y la muy joven Guillermina Rodríguez representa el rol más existencial y mágico de la pieza: el siete, número que en su resonancia cierra el círculo de estas matemáticas. Con la responsabilidad del cierre de los discursos, Rodríguez logra con su solvente presencia instalar un ida y vuelta con el espectador para dejar ver que, a pesar de que la realidad más dura se cuela en la ficción, la magia de la fantasía resulta un salvavidas necesario.