No hace mucho escuché “el teatro tiene que volver a ponernos de pie”. No hacía referencia a la frenética decisión de saltar de los asientos cuando algún espectáculo nos hace reír como no esperábamos. Tampoco tiene que ver con el agradecimiento al esfuerzo del elenco por un trabajo bien hecho. Nada de esto. El “ponernos de pie” señala un vacío que el teatro actual tiene. Hoy día asistimos a una cartelera desmedidamente amplia y variada para la población que tenemos. Y bienvenido sea. Pero ante tanta abundancia concentrada casi en su totalidad en Montevideo, cabe preguntarnos si algo de lo que vemos nos mueve a una reflexión interna tal que nos ponga de pie, que nos empuje a pararnos en acción contra nuestros automatismos, contra las ridiculeces sociales que sostenemos y generamos, y nos mueva hacia la acción. Esto sea acaso lo que está faltando. Hoy los espectáculos han diversificado el estímulo que buscan provocar en detrimento de mover en el espectador una indignación tan aguda que sienta la necesidad de cambiar algo. Tal vez seamos espectadores tan domesticados, con la violencia tan naturalizada, la injusticia y el absurdo del sistema en el que vivimos tan aceptados, que somos más bien sombras mirando algo animado.
¿Cuál es el objetivo del teatro actual como instrumento de acción social? No me atrevo a dar una respuesta, si es que hay tal objetivo. Se pueden transitar las diferentes salas y salir con el enfoque puesto en el texto, en la puesta, en las actuaciones, en el vestuario, en la música, en el cómo se decidió montar el espectáculo, pero casi nunca salimos de allí diciendo “tenemos que hacer algo”, “hay que hacer algo”. Pocas veces nos ponemos de pie indignados y pensamos sobre nosotros, sobre nuestro entorno, para exigir un cambio. Pienso en las manos que sólo golpeaban debajo del telón, que nunca se levantaba, en las obras vanguardistas, y cómo la indignación de los espectadores, que se ponían de pie y se iban, era provocada adrede para recuperar la indignación social de aquel momento. Pienso en el teatro del oprimido –un teatro del y para el oprimido que busca llevarlo a la reflexión crítica para su emancipación frente a las estructuras opresoras–, en el teatro de la caricia –la ruptura de los límites entre lo posible y lo aparentemente imposible, entre la vigilia y los sueños que intenta hacer surgir un nuevo sujeto de emociones.
Si tomamos como ejemplo algunas de las obras de la cartelera de este año, como Bang Bang estás muerto, El nudo de Guidion, Todo por culpa de ella, parecería poder trazarse un hilo conductor: la falta de comunicación entre padres e hijos, al menos de una comunicación empática, óptima. De una manera u otra, todas intentan dar cuenta de la importancia de ese vínculo comunicacional a determinadas edades y como fuente de herramientas para la hostilidad con la cual puede vivirse el día a día en el sistema educativo. Sin embargo, pese a lo impactante que pueda resultar la muerte como única salida que encuentran estos jóvenes protagonistas, la soledad de la vida que llevan, la marginación que produce la falta de comunicación y el entorpecimiento en el desarrollo del ser que provocan los diálogos cargados de indiferencia y agresión, la identificación que sentimos como espectadores es débil, volátil. La realidad ficcional allí representada se nos muestra como una pantalla en la que no penetramos. Pocos pueden haber repensado las formas de relacionarse con sus hijos, menos aún habrán sentido la necesidad de cambiarlas, y ¿cuántos las habrán cambiado tras haber visto cualquiera de estos espectáculos? Es que aquí confluyen varias puntas. Por un lado, el teatro hoy en día parece proponernos una muestra descriptiva de la realidad que no nos involucra más que para decir “estuvo bien, le faltó esto”. Parece haberse convertido en un despliegue de intelectualidad personal del autor, en problemas mostrados desde el exterior de esos personajes. Por otro lado, estamos tan acostumbrados a la exposición de los conflictos personales de todo el mundo en cualquier medio de comunicación o red social, que nos hemos vuelto indiferentes, consumidores de lo ajeno como problema del otro. La disfuncionalidad ha impregnado prácticamente todos los espacios de relacionamiento, y siendo esto así ¿puede sorprendernos verla sobre un escenario?, ¿a quién corresponde poner o ponerse de pie?