Hace ya 42 años, con grandes dosis de creatividad y audacia, George Lucas daba inicio a una de las trilogías más influyentes y representativas del cine hollywoodense de comienzos de los años ochenta. Desde entonces, muchísima agua ha pasado bajo el puente, hubo una segunda trilogía bastante floja (1999-2005) en la que Lucas demostró que la mayor parte de su talento tras de cámaras se había extinguido, y que enfrió los ánimos de los productores durante un buen tiempo, hasta que en 2015 la franquicia renació de la mano de Disney (que compró el 100 por ciento de las acciones de la productora Lucasfilm Ltd) y del productor y director J J Abrams, quien tuvo el buen criterio y la inteligencia necesarias como para colocarla de nuevo en sus carriles. Desde entonces el boom y los millones de fans, que permanecían latentes, resurgieron y se potenciaron, así como comenzaron a lanzarse todo tipo de historias asociadas con este oportuno y multimillonario producto: spin-offs, nuevas series y programas de televisión, novelas, historietas, videojuegos, juegos de rol, etc.
Esta película1 vendría a ser el episodio IX, la última entrega de la última trilogía, pero no conviene engañarse, ya que habrá muchas más: ya están anunciadas a futuro dos trilogías más y otro spin-off, centrado en la figura de un personaje marginal: Boba Fett.
El planteo adolece de varios de los problemas
acontecidos desde la llegada de Disney. En primer lugar, hay aquí un factor
mágico que, si bien es algo inherente a la saga desde sus inicios, en las
últimas tres películas se vio potenciado. Antes, la comunión con “la fuerza”
era una habilidad casi mística y sumamente difícil de dominar para un jedi,
pero en ningún caso daba grandes superpoderes a sus usufructuarios. Desde el
anterior episodio da nada menos que la posibilidad de sobrevivir a explosiones,
de volar a través del cosmos, así como el poder de revivir y, en caso de que
uno ya esté muerto definitivamente, de seguir empleando sus facultades (como
mover a antojo una nave espacial) desde el más allá. Todo esto supone un
distanciamiento de cierta base terrenal, por la cual ciertos daños eran irreversibles,
y los que morían lo hacían definitivamente (aunque se aparecieran de vez en
cuando como figuras fantasmales y casi oníricas). En segundo lugar, y muy
vinculado con esto último, Disney parece haber rebajado aun más ciertas
situaciones de tensión o riesgo extremos. Esto tiene que ver con un planteo
mucho más light, por el cual no parece existir una amenaza real sobre
los personajes. De hecho, viendo la película fríamente, uno podría creer que
los protagonistas son mucho más sanguinarios que sus enemigos; mientras los
“buenos” asesinan a decenas de storm-
troopers con sus rayos láser, estos últimos deciden apresarlos
civilizadamente, sin golpearlos ni torturarlos y, sobre todo, sin ejecutarlos
en el acto (lo que deberían hacer, vista su condición de antagonistas
potencialmente peligrosos). De la misma manera, durante una persecución sobre
vehículos en el desierto, los únicos con la capacidad de sobrevivir a los
ataques son los protagonistas, quienes caen enteros luego de que su vehículo
explota. Es verdad que todo esto es típico en esta clase de producciones
familiares, pero, en definitiva, le resta emoción y riesgo a las situaciones. Cierto
es que se trata de una película disfrutable, con una historia bien hilada, con
buen ritmo, logrados efectos visuales y sonoros, personajes atractivos y muchos
guiños para los fans, pero también se echa en falta mucho de aquella audacia,
frescura y riesgo iniciáticos. Algo por cierto lógico, tratándose ya de una
decimotercera entrega cinematográfica de un sobreexprimido universo mainstream.