Siempre, en algún punto, alguien la compara con Juana de Arco, empezando por Verlaine, que lo escribió en el poema que le dedicó. Una comparación perezosa que dan ganas de desechar sin más. Y, sin embargo, queda la sensación inevitable de que Louise Michel fue una mártir en potencia que, solo a pesar de sí misma, sobrevivió hasta los 74 años y murió en la habitación de un hotel inapropiadamente llamado Oasis. Y es que no eran pequeñas las dosis de misticismo y martirologio que forjaron su carácter decidido, desafiante y temerario; al final, queda la sensación de que la buena suerte le jugó una mala pasada, escamoteándole un destino que deseó con perturbadora fuerza.
Louise Michel fue, como si de una telenovela se tratase, la hija ilegítima de un noble en decadencia y una sirvienta. Nació en el poblado Vroncourt-la-Côte, en el departamento Alto Marne, al noroeste de Francia, en 1830, en una casa solariega fortificada, cuyos años buenos ya hacía mucho tiempo habían pasado. A pesar de ser la hija ilegítima del patrón, Louise fue amorosamente criada por su madre, su abuela materna y sus abuelos paternos, que habitaban todos en la inmensa y helada fortaleza derruida. Cuando los Demahis eran todavía De Mahis –una formulación del apellido que denotaba sus orígenes nobles–, a la casa la gente del pueblo la llamaba «la fortaleza». Para cuando Louise nació, ya la llamaban «la tumba». «Cuando la nieve era profunda, los lobos entraban a la tumba por los agujeros de las paredes y aullaban en el patio. Nuestros perros les contestaban y ese concierto continuaba hasta que llegaba la helada mañana. Todo estaba bien en la tumba y yo amaba esas noches», escribió Michel en las memorias1 que comenzó durante su tercer encarcelamiento, en 1883, y que finalizó tras la muerte de su madre, en 1885.
Para Louise, escribir esas memorias era como «desvestirse en público». Tomó muchos recaudos para proteger a su familia y a los compañeros que había dejado de ver. Así, intentó evitarles el mal trago de ser acusados de confabular con revolucionarios o, incluso, «de ser tratados como anarquistas sin saber exactamente qué es el anarquismo».
El ambiente de su casa familiar era emocionalmente afectuoso y fermental desde el punto de vista intelectual: visitas de amigos con los que se discute, se lee y se toca música; un espacio en el que se disfruta del hábito de los abuelos de transformar los aconteceres familiares en versos; el cuidado amoroso de los animales domésticos y las salidas al campo. Cuando sus abuelos murieron y se vendió la casa solariega, Michel se mudó y se dedicó a enseñar. En 1865 se mudó a París y su participación en los movimientos políticos se volvió más activa. Para Louise, era clarísimo que su vida se dividía en dos partes: la primera, poblada de sueños y estudio, y la segunda, en la que estos se volvían acción, «como si las aspiraciones de la primera parte se realizaran en la segunda».
El 12 de enero de 1870, cientos de personas se manifestaron contra el Segundo Imperio a raíz del asesinato de Victor Noir, un periodista republicano asesinado por Pierre Bonaparte, primo del emperador. Louise Michel fue al funeral, vestida de hombre y llevando una daga entre sus ropas. Su vida intelectual florecía a la par de su accionar político: se afilió a la Unión de Poetas, comenzó su extensa correspondencia con escritores como Victor Hugo y Verlaine. Participó en manifestaciones, lanzó proclamas y peticiones; se ofreció a morir, si era necesario, junto a otras mujeres, brindando apoyo y cuidados médicos a Estrasburgo, sitiada por el Ejército prusiano. Integró dos comités de vigilancia, uno de hombres y otro de mujeres. Louise estaba en todas partes: en la agitación y en el campo de batalla, en la asamblea o atendiendo a los heridos con un fusil al hombro. Su primer arresto fue a raíz de una manifestación en la que llamaba al reclutamiento y entrenamiento de mujeres para la Guardia Nacional. Era la demostración flagrante de lo que era capaz para llevar a cabo la idea de asesinar a Adolphe Thiers, presidente del Gobierno de la Defensa Nacional. Ante la oposición de sus compañeros, que consideraron que una acción semejante solamente desataría una ola de represalias, fue a Versalles armada y disfrazada, solo para probar que era posible hacerlo. Luego llegaron los acontecimientos del 18 de marzo de 1871 y la defensa de los cañones de Montmartre, cuando los soldados del gobierno fueron enviados a requisarlo. Las mujeres los defendieron con sus cuerpos y los soldados se negaron a disparar contra el pueblo. Fue el comienzo de la Comuna. «Algunas personas dicen que soy valiente. No lo soy. No es heroísmo: la gente simplemente está extasiada por los acontecimientos. […] No fue valentía cuando, encantada por lo que veía, miré hacia el desmantelado fuerte de Issy, cuya blancura resplandecía en las sombras, y vi a mis camaradas salir por la noche por las pequeñas laderas de Clamart o hacia las Hautes Bruyères con los dientes rojos de las metralletas brillando en el horizonte contra el cielo nocturno. Era hermoso, eso es todo. Soy una bárbara, amo el cañón, el olor de la pólvora, las balas de las metralletas en el aire.»
Tras la caída de la Comuna, Louise fue encarcelada y, ante los tribunales, pidió no ser defendida y que se le dedicara una bala en el campo donde murieron sus camaradas. No fue lo que sucedió: fue encarcelada y luego exiliada en Nueva Caledonia, territorio francés en Oceanía en el que, por supuesto, encontró otras luchas. Donde estuviera, se ponía del lado de los más débiles: en la defensa de los canacos de Nueva Caledonia contra los colonialistas, enseñando francés a los cabilios deportados de Argelia para que pudieran defenderse mejor o en una cárcel francesa defendiendo a las prostitutas. En Francia, su popularidad entre las masas trabajadoras era inmensa. Su figura continúa siendo cautivadora por lo extrema y porque convoca fácilmente la fuerza del símbolo. Su legado es, sin embargo, más complejo y merecería un análisis más rico, por todos los elementos que conjuga. Louise Michel, la bárbara, la santa, la poeta, la revolucionaria, la feminista, la anarquista, la romántica enamorada de la muerte.
Si de algo se la ha acusado es de lo que corrientemente se acusa a las mujeres: «El anarquismo de Michel fue emocional, no teórico. De hecho, había leído muy poco los escritos revolucionarios históricos y contemporáneos. […] Que su compromiso con el anarquismo fuera emocional no derivó en una inconsistencia intelectual, sin embargo. De hecho, después de su fase utópica, Michel fue completamente coherente en su visión de la propiedad privada, su percepción de la explotación, sus afirmaciones sobre el papel de la ciencia y su visión de la bondad básica del ser humano. […] El anarquismo, con su insistencia en la importancia del individuo, su odio a todas las formas de organización política, su creencia en la bondad innata del hombre encajaban providencialmente con el pensamiento de Michel. En el momento en que escribió sus memorias, creía implacablemente que el progreso era inevitable, que la gente era innatamente buena y que los gobiernos –cualquier gobierno– eran malos».2 Lo cierto es que la formación intelectual y política de Louise fue notable para los tiempos y la época en que vivió, y su temperamento, orientado a la acción directa, una actitud que desafiaba todavía más los roles preestablecidos, pero que no era aislado si miramos la importancia del rol de las mujeres en la Comuna.
En enero de 1888, mientras daba un discurso en Le Havre, un católico fervoroso le disparó en la cabeza y la bala le quedó alojada detrás de la oreja izquierda. En el juicio, Michel argumentó a favor de su atacante, alegando que había sido instigado y engañado por la sociedad. El agresor fue absuelto y Louise Michel siguió adelante, inmune a las balas y desafiando tribunales hasta su muerte por neumonía, en 1905. A su funeral asistieron más de 100 mil personas.
1. Todas las citas son de The Red Virgin. Memoirs of Louise Michel, editadas y traducidas por Bullitt Lowry y Elizabeth Ellington Gunter. The University of Alabama Press, 1981.
2. La apreciación es de los editores y traductores de sus memorias. Extraído de la introducción a The Red Virgin, op. cit., pág. IX.