Desde 1977, 3.089 militantes de sindicatos colombianos han sido asesinados y otros 236 desaparecieron, 6.744 han recibido amenazas y 1.890 han debido abandonar su lugar de residencia y desplazarse a otras áreas. Los datos, de la Escuela Nacional Sindical (Ens), pintan un mal panorama para los defensores de los derechos de los trabajadores. Solamente en este año los asesinatos suman ya 18, hay al menos dos desaparecidos y se han producido más de 80 amenazas.
La violencia contra los defensores de los derechos de los trabajadores es sistemática en Colombia, según revelan varios informes de esta entidad. “Es diferente a otros países de América Latina, en los que las amenazas se iniciaban y terminaban al compás de una dictadura militar. Aquí no. Aquí se han dado siempre. Y desde la década de 1980 los asesinatos de dirigentes son frecuentes”, dice Eugenio Castaño, investigador y portavoz de la Ens.
A Alexandra Bermúdez se le partió la vida en dos. Dejó atrás su país, donde se dedicaba a la defensa de los derechos de los trabajadores, y se trasladó a España bajo el amparo de Amnistía Internacional (AI).
Bermúdez se echó a la calle junto a otros compañeros para exigir que se investigara la muerte, a principios de año, de Carlos Alberto Pedraza, dirigente de movimientos de defensa de los derechos humanos. Días más tarde, 13 de sus compañeros del Congreso de los Pueblos, organización que acoge a defensores de derechos humanos, sindicalistas y líderes campesinos, fueron detenidos tras una manifestación. Los acusaron de ser miembros de la guerrilla del Eln, ya que portaban petardos y pólvora para hacer ruido durante la marcha. “Eran policías. De civil y otros con uniforme. Me seguían, y también a mi marido cuando llevaba a nuestra hija a la guardería. O dejaban que les viéramos allí delante nuestro, cuando estábamos con toda la familia en el parque. Se acercaban y nos hacían fotos. Querían que les viéramos”, relata la joven desde Logroño, España, donde vive bajo un programa de acogida a defensores de derechos humanos de AI.
LA INFLUENCIA DEL CONFLICTO. Colombia está inmersa en un conflicto a cuatro bandas desde hace décadas. Las guerrillas de las Farc y el Eln, las bandas criminales surgidas tras y por la desmovilización de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, y el Ejército, se disputan palmo a palmo la selva y los bosques, donde coexisten campamentos insurgentes, plantaciones de coca y amapola y corredores para el narcotráfico a Estados Unidos.
Domingo Tovar, responsable de Derechos Humanos y Solidaridad de la Central Unitaria de Trabajadores, añade otros frentes. “También hay lucha social, y es ahí donde el sindicalismo se ha erigido como un actor político con cada vez más posiciones. Y con cada una de esas posiciones públicas hay uno de los actores del conflicto que sale lacerado. Y luego ese actor afectado termina por atacar a los sindicalistas”, explica. Muestra de ello son las medidas coercitivas contra el movimiento social, como la ley 1.453 de seguridad ciudadana, que prohíbe las marchas y manifestaciones. “Los sindicatos, además de reivindicaciones gremiales, proponen un nuevo modelo de sociedad. Por ello nunca han sido reconocidos como un interlocutor válido por el Estado. Cuanto más reclaman más duro les dan. Porque el establishment se ve amenazado por esa nueva propuesta social”, argumenta Castaño.
No sólo del Estado o los poderes económicos viene esa violencia. El informe “Nos hacen falta”, de la Ens, observa otras amenazas. Los paramilitares atacaron no pocas veces a los sindicatos con el pretexto de que en ellos había guerrilleros infiltrados. Las Farc y el Eln llevan a cabo a su vez lo que el informe recoge como violencia en forma de “instrumento de corrección ideológica”. Las guerrillas consideran que el movimiento sindical debe moverse entre unos parámetros políticos determinados. Si no es así, asesinan al líder responsable de esa supuesta traición, señala el documento. “Es cuando se denuncia y se acusa a cierta persona u organismo que empiezan las amenazas y persecuciones”, apunta Edgar Páez, vocero del sindicato de la industria de alimentos Sinaltrainal, que alberga a trabajadores de Nestlé y Coca-Cola, entre otras empresas.
Los operarios de la planta de Nes-tlé en Bugalagrande (Valle del Cauca) llevaron a cabo una huelga de hambre en octubre de 2013 para reclamar mejoras en sus condiciones laborales. Las amenazas de Los Rastrojos, una de las bandas criminales de esa zona no tardaron en aparecer: “Declaratoria de exterminio. Guerrilleros malparidos hijos de puta sigan camuflados en Sinaltrainal como brazo ideológico de la subversión. Las protestas en la empresa Nestlé de Bugalagrande no las compartimos, como tampoco el maltrato a directivos de Nestlé y la constante calumnia a una empresa buena que brinda desarrollo social (…) de Los Comandos Urbanos de Los Rastrojos”.
Días después el trabajador miembro de Sinaltrainal Óscar López Triviño fue asesinado tras 25 años trabajando para la multinacional suiza. “Nos tuvieron que matar a 13 compañeros, dos más jubilados y la esposa de uno de ellos para que finalmente se sentaran a hablar con nosotros”, asegura Páez. “Así no es extraño que tan sólo el 3 por ciento de los trabajadores estén sindicalizados en este país”.
Nestlé ya había pasado por otro episodio similar con el asesinato de Luciano Romero, sindicalista de Si-naltrainal, en 2005. Y compañías como Coca-Cola, Chiquita Brands y la minera Anglogold Ashanti también se han visto envueltas en escándalos por vínculos con el paramilitarismo.
Javier Orozco estaba muy cansado de ver como “asesinaban a compañeros”. Formaba parte de la dirección general de la Cut en Bogotá, pero al igual que Alexandra Bermúdez decidió poner punto final a la inseguridad viajando a España. Hoy vive en Asturias, donde coordina el Programa Asturiano de Derechos Humanos. “De los más de 3 mil asesinatos, 500 se atribuyen a la policía, unos 100 a la Fiscalía… ¡A la Fiscalía! Y unos 2 mil a los paramilitares. Y de todos ellos, el 97 por ciento queda sin investigar.”
Según Alexandra Bermúdez la solución pasa por un cambio de modelo social y económico. “Hay que ir más allá de la consecución de la paz en las negociaciones de La Habana con las Farc. Hay que acabar con el conflicto armado, pero también con el conflicto social. Hay que consultar y tener en cuenta a los movimientos de base para la construcción de un nuevo modelo de país.” Y las trasnacionales europeas y estadounidenses que trabajan en Colombia deben a su vez explicar “por qué en una relación laboral normal se ha asesinado a miles de trabajadores”.