Es curioso que esta película se distribuya como si fuese una más de terror comercial. Normalmente, una producción independiente de estas características no llegaría a las grandes audiencias, pero varios premios en Sundance y otros festivales, y una exultante recepción crítica han logrado abrirle puertas. Que se trata de un filme de terror que escapa completamente a los parámetros de lo esperable es algo que los entendidos podrán notar desde el primer minuto: la acción arranca en un tribunal colonial de la Nueva Inglaterra de la primera mitad del siglo XVII. Una familia es sentenciada por la justicia puritana que simboliza los mismos rudimentos de Estados Unidos. Así, ellos son expulsados de la colonia, aparentemente por irreconciliables diferencias ideológicas con la comunidad. El castigo parece desmesuradamente severo, ya que ese destierro obliga a la familia a la supervivencia en el ostracismo, a malvivir duramente de la agricultura y la caza en una apartada granja. Pero si bien al principio emprenden su exilio con fortaleza y optimismo, todo parece conspirar en su contra: a poco de instalarse en el bosque su bebé desaparece, y una serie de maldiciones paganas parecen cernirse sobre ellos, minando la unidad familiar.
Antes de los créditos finales un texto informa que tanto la historia como los diálogos fueron construidos mediante escritos de época, principalmente documentos históricos y actas judiciales. Aquí hubo un verdadero trabajo de investigación, contrastable en el desarrollo de la película y en los personajes, en sus motivaciones, en cada una de sus exhalaciones; el enfoque está provisto de un realismo sobresaliente, desde la dicción de los actores a la simbología cercana a un cristianismo medieval. Una veracidad insólita no sólo para una película de terror, sino para cualquier película, a secas. Es así que, lejos de quedarse en una anécdota de fuerzas sobrenaturales o en un melodrama de disputas familiares, esta sombría ventana al pasado retrotrae a un mundo rural en el que la lucha por la supervivencia es continua y la mortalidad infantil forma parte de la realidad corriente. Por fuera de esto, es plasmado nota-blemente el cuadro familiar con su propia dinámica de fanatismo, al mismo tiempo respetando la psicología de cada personaje. Bajo el dominio del dogmatismo religioso operan mecanismos de control y exclusión que los vuelven tanto víctimas como reproductores de éstos.
También son perceptibles las formas en que se establecen las relaciones de poder, a nivel extra e intrafamiliar. El director estadounidense debutante Robert Eggers logra trasmitir una sensación de miedo que poco tiene que ver con lo sobrenatural, y más bien con asuntos tan básicos y atávicos como perder a un hijo, pasar hambre, o el derrumbe del pilar esencial que es, en este caso, la fe. Valiéndose de esta sensación de temor constante, la película se las apaña para dar cuenta de cómo surgen los chivos expiatorios, depositarios de todas las culpas y frustraciones. Y como bien se demostrará con perspicacia, éstos no sue-len ser precisamente los eslabones más débiles de la cadena, sino, por el contrario, los más fuertes.
Hay películas que en vez de valerse de referentes que todo el mundo conoce recurren a otros más recónditos, diferentes e impensables. Que el pensamiento de Michel Foucault sea uno de ellos demuestra la densidad de este sobresaliente relato. Pero La bruja bebe además de otras fuentes: hay puntos de contacto con el cine de Michael Haneke, Ingmar Bergman, Carl T Dreyer y Lars von Trier, sin dejar de ser una película que no podría haber sido concebida más que hoy. Con una fotografía excepcional –filtros oscuros para los exteriores, interiores iluminados con velas–, una música contenida que acompaña al opresivo bosque, y la contención como principal baza para lograr un sostenido suspenso, La bruja es una película imprescindible, no sólo para los cultores del género, sino para cualquier cinéfilo, a secas.