Yupanqui no la vio venir. Hace algunos meses, mi hijo tomó su primera clase de guitarra y se la pasó acariciando a los gatitos de su profe. Llegado un punto, mientras merendaban y conversaban sobre bueyes perdidos, Abril le preguntó qué canciones le gustaría tocar. Sin dudar, Agus respondió: la música de C418. No dijo Trueno. No dijo Canticuénticos. No dijo Charly García. Sin dudar, puso sobre la mesa esa serie de letras y números que parecía menos un nombre que una contraseña. De inmediato, Abril se puso a buscar a ese artista misterioso y el hallazgo la dejó de cara. C418 es un compositor alemán de unos 30 y pico de años que, influido por artistas como Brian Eno, Satie y Roedelius, escribió la banda sonora de Minecraft, ese mundo virtual con más de 300 millones de usuarios oficiales en todo el mundo. Quién lo iba a imaginar. El gran anhelo de Atahualpa, en el arco fluorescente del siglo XXI, tenía este giro inesperado: el compositor anónimo más popular del planeta salió de un videojuego.
Daniel Rosenfeld nació en Berlín Oriental exactamente seis meses antes de la caída de la Cortina de Hierro. Para ese bebé no era el fin de la historia: era apenas el principio. Hijo de un orfebre soviético y una madre alemana, pasó su infancia entre los ladrillos del muro y los videojuegos. En el medio del ciclo escolar, su hermano mayor lo alentó («hasta un idiota puede hacerlo») a usar el Ableton Live y comenzó a hacer sus primeros rudimentos como compositor. Un poco después, mientras trabajaba en una línea de montaje, subió sus primeros temas en Bandcamp, piezas minimalistas y electrónicas de unos ocho o nueve minutos, onda Aphex Twin. Ya se hacía llamar C418.
En algún punto de 2007 abrió su propio blog: Blödsinn am Mittwoch. En línea con la programática de El Salmón, se propuso escribir, grabar y publicar una canción por semana. Ganó músculo y seguidores. Eventualmente, siguiendo la pista plateada de sus intereses no resueltos, se metió en un foro para desarrolladores de juegos llamado TIGSource. Ahí, entremezclado con todos esos pibes con auriculares y comida chatarra, estaba Markus Persson, más y mejor conocido como Notch.
No fue en la escuela. No fue en una disquería. No fue en la estación de trenes. Notch y C418 pegaron onda en el cableado sellado de punta a punta de un chat. Después de sondearse por un tiempo, entraron en confianza y Notch mostró su tesoro: un juego de colaboración basado en un sistema de bloques y biomas. C418 picó de inmediato. Advertido de las limitaciones sonoras de Java, se puso a pensar en una música acorde para ese universo pixelado y medieval de ladrillos pre-Windows. Si bien no se parecía en casi nada, pensó en Dwarf Fortress, un complejísimo juego de rol para PC que, paradójicamente, tenía un sentido muy elemental de la gráfica.
«La cuestión es que vos jugabas en esa horrible ventana de DOS, pero sonaba una hermosa música de guitarra que te hacía pensar… “a lo mejor debería seguir jugando, a lo mejor hay algo más”», dice C418. «Quise crear esa misma sensación para Minecraft. El mundo del juego tiene esa apariencia de 8 bits, entonces la gente espera una música tipo chiptune. “No”, me dije, “quiero hacer algo inesperado”. Decidí trabajar en una música experimental muy simple que, en verdad, no dijera nada acerca del juego.»
Usando un piano, el sintetizador Minimoog Voyager y una pila de plugins, se puso a componer. Aparecieron células armónicas muy pequeñas. Átomos de un solo acorde; dos o tres, a lo sumo. Algún leitmotiv melódico. La célebre «Sweden», por ejemplo, retoma la «Gymnopédie N.o 1» de Satie y la lleva de paseo por un océano digital. El piano avanza nota por nota, pero no hace equilibrio en la psique, sino en ese oleaje acompasado cifrado en lenguaje Java. En esa primera tanda de composiciones, por lo pronto, casi no había beats. La hermosa «Cat», con su melancólico timbre de arcade, era una de las excepciones. ¿Se acuerdan de Cornelius? Bueno, parece Cornelius.
Todo iba bien hasta que aparecieron los problemas. Por la propia naturaleza del juego, la incorporación de la música se reveló como esquiva. El software, por ejemplo, no podía saber si estabas en una cueva o si habías convertido la cueva en tu casa. Es decir, si estabas trabajando en una ominosa mina de redstone o estabas descansando en tu refugio. La música tampoco podía aplicar para cada bioma, porque los jugadores peregrinaban de una tundra a una sabana sin solución de continuidad. Los saltos musicales eran brutales, poco orgánicos. Todas esas limitaciones los empujaron a tomar una decisión casi por default que acabó iluminando el juego: la música entraría y saldría de manera aleatoria. Las diferentes piezas harían su sutilísima aparición en cada partida de acuerdo a un imprevisible motor de probabilidades. Esa cualidad puso a Minecraft en otra categoría. «Mi esperanza era que solo advirtieran la música cuando pasara algo interesante», dice C1418. «De esa manera, el jugador identifica automáticamente la música con eventos específicos que él mismo pone en marcha. Todavía me pasa que me encuentro con gente y me cuenta la historia de cómo estaba haciendo esto o aquello y de pronto apareció tal música. Aunque es completamente azaroso, para ellos se vuelve magia.»
La esencia del juego es contemplativa. Si bien hay amenazas (creepers, arañas, zombis, etcétera), los motores para la supervivencia son comunes a la especie: comida y refugio. Si uno quiere conseguir alimento, tiene que salir a cazar, recoger o sembrar. Si uno quiere una casa, tiene que procurarse las herramientas y la tiene que construir. Las cosas llevan su tiempo y no hay un objetivo claro: uno se lo inventa. ¿Les suena? Ok, no estamos haciendo las cosas con nuestras manos. Pero sí que las estamos haciendo con nuestras manos. Ok, no es la realidad. Pero ¿la realidad no es una serie de impulsos que recoge e interpreta nuestro cerebro desde el mundo? Si es que hay un mundo.
Alguien está por declararle su amor a una mujer y llega un intenso perfume a canela desde una panadería. Alguien recibe la noticia de su enfermedad y pasa un Corsa con un tema de Fito Páez a todo volumen. No hay víspera. Es una danza sin propósito hasta que, de repente, todos esos billones de átomos forman una figura sobre el cielo que parece decirnos algo. Justificar algo. Nos pasamos algunas horas jugando con nuestros amigos en un punto lejano del bosque de Minecraft. Ya es hora de cenar. Nuestro padre nos llama desde la cocina y, en el juego, comienza a oscurecer. Nos despedimos y recorremos el largo camino que nos separa de nuestro refugio. Nos abrimos paso entre los manglares con las herramientas. De pronto, en el preciso momento en el que divisamos el refugio sobre la falda de una montaña, desde la periferia de nuestra conciencia se desliza la música. La luz anaranjada del horizonte se vierte sobre cada espacio entre las notas del piano y, cuando las cuerdas logran despegar su arco al máximo de su extensión, abrimos la puerta. El fuego está encendido en la chimenea. La comida está servida.
Antes de la pandemia, pasé Año Nuevo sentado en la barra de un bar secreto. Si no recuerdo mal, en el menú había pan casero, vino y unos rolls de carne, queso y canela que eran la especialidad de la casa. Cada tanto conversaba con Lautaro, el anfitrión. El bar se llamaba Bonan Nokton y, entre sus muchas cualidades, tenía el cuadro de un pato en el baño. También había una pantalla gigante detrás del mostrador que, en lugar de sintonizar TN, emitía la caminata subjetiva de una persona boyando por las calles de Osaka o Tokio. Esos videos, me hizo notar Lautaro, son casi un subgénero entre los canales de YouTube. Registros documentales con una edición mínima, sin elipsis alguna, en los que el realizador se disuelve en un POV testigo de alguna actividad humana. Un panadero de 89 años que, en un barrio random de Kobe, prepara su producto desde la alta madrugada. Un tipo que vive adentro de su motorhome y, en el medio de un durísimo invierno, se prepara el ramen cuando cae la nieve. Una ciudad entera recibe la noche con su hormigueo de trabajadores y buscas y adolescentes. Ahora, además, hay videos de unas diez horas en los que descansamos adentro de una cabaña de Minecraft mientras cae la lluvia desde los ventanales y suena la música extática de C418.
Mil veces sentí que mi deber como padre era apagar la computadora de mi hijo. Pero ¿y si el antídoto frente a toda esa megavelocidad de TikTok y la angustia de las redes sociales está adentro de ese mismo lenguaje? ¿Y si Thoreau, en medio del sálvese quien pueda y todo ese runrún interminable de las grandes ciudades, se fue a exiliar dentro de Minecraft? Ahora estamos acostados en nuestra casa y, desde los parlantes, suena la «Subwoofer Lullaby»: es una canción de cuna para los dos. Se despliega como si la aurora boreal saliera de la lámpara del genio y se inscribiera sobre el cielorraso. Afuera también está lloviendo. Buenas noches, hijo.