Maratón Liscano (Solís), de Carlos Liscano, con dirección de Juan Antonio Saraví, Florencia Zavaleta, Andrés Papaleo, Gabriel Hermano, Fernando Vannet y Lucía Sommer, reúne seis textos a lo largo de los cuales un hombre decide qué tipo de persona va a ser definitivamente en el futuro (Cambio de estilo), una actriz demuestra no haber memorizado bien sus parlamentos (Problemas de la señora Macbeth), una colega procura obtener dinero para pagarse el viaje a un festival de teatro (La subvención), una empleada enfrenta problemas burocráticos (La irreverencia), un hombre común busca justificar una conducta nada generosa con respecto a quienes le rodean (Un ciudadano que trabaja y cumple con su deber) y una esposa recibe al marido con una secuela de quejas capaces de hacer temblar los cimientos de su matrimonio (Retrato de pareja). Una selección que refleja felices hallazgos de observación por parte del titular de la maratón, sobre todo en el caso de quien persigue el mencionado cambio de estilo, de la artista que advierte que no le será fácil irse al festival en cuestión y de la mujer cuyos reproches parecen querer poner punto final a una situación insostenible. El desfile de estas obras breves que quizás no resulten demasiado adecuadas para las amplitudes del Solís brinda una buena oportunidad a la media docena de directores para, en escasos minutos, redondear su trabajo con la debida contundencia, un desafío del cual salen especialmente airosos Juan Antonio Saraví, en el primer título citado que protagoniza Leandro Íbero Núñez sin perderse un solo detalle, Andrés Papaleo, con impecable rendimiento de una Roxana Blanco empeñada en viajar, Gabriel Hermano, recreando el ambiente oficinesco de La irreverencia, bien apoyado por el desempeño de Luis Martínez y Natalia Chiarelli, y una afinada labor de Lucía Sommer, a propósito de la tal esposa que Fernando Dianessi (!) interpreta con especial aprovechamiento de los tiempos teatrales.
Mar de fondo. Un acting macho (Sala Verdi), escrita y dirigida por Diego Arbelo, ubica a los espectadores rodeando a sus dos únicos actores en el mismo escenario del teatro, una opción que afirma la relación de ambos como integrantes de un equipo que prepara un espectáculo, compromiso que pone de relieve distintas visiones de uno y de otro, a lo largo de las cuales, si bien uno de ellos parece desempeñar tareas de dirección, deja también entrever que tiene un papel a su cargo. El buscado hermetismo que rodea el intercambio de relatos, opiniones, consejos y descripciones que el dúo echa a andar sin perder nunca de vista ciertas características del mundo al cual pertenecen impone a la concurrencia un cierto alejamiento que, por momentos, la entrega y la complementación de Lucio Hernández y Julio Varrailhón consiguen teñir de humanidad. El vuelo poético que trae consigo la mención de un mar que va más allá del club deportivo que el título trae a la memoria, las agudas ironías que traen consigo las expresiones de un “maestro” que se cree dueño de la verdad y la obligada lisonja de los comentarios complacientes de un amigo de los implicados colorean asimismo una puesta cuyos ribetes de exigencia parecen más apropiados para espectadores iniciados.