Los nombres vienen con facilidad a la mente: Mariana Enríquez, Samantha Schweblin, Fernanda Trías. O Mercedes Rosende, Cecilia Ríos, Claudia Piñeiro, Gabriela Cabezón Cámara. Sin ir más lejos, en la última edición de la Semana Negra de Gijón hubo cuatro novelistas argentinas nominadas en cuatro categorías diferentes. Finalmente, el premio Dashiell Hammett se lo llevó Claudia Piñeiro, con su libro Catedrales, y Paula Rodríguez fue finalista del premio Silverio Cañada a la mejor ópera prima, con Causas urgentes. (Las otras dos nominaciones fueron para Ana Llurba, que con Constelaciones familiares ganó el premio Celsius en la categoría fantasía y ciencia ficción, y Gabriela Saidon, que fue finalista en novela histórica, con La reina.)
No hay demasiada explicación para lo que se ha denominado ola negra y nadie la busca: ahí está y se verifica, implacable, con cada nueva publicación. Pero en algunos casos es clara la razón de elegir el policial como género. Es el caso de Paula Rodríguez. Con menos influencia de Leila Guerriero que de Cabezón Cámara, es muy interesante que, a pesar de su profesión, Rodríguez no se haya decantado en el periodismo narrativo, sino en la ficción de género con tintes sociales. Pero, si bien su carrera editorial es ecléctica, es posible ver cómo todas esas publicaciones dispares decantan en el tipo de novela que es Causas comunes.
Militante feminista desde la primera hora, Rodríguez fue la impulsora del libro Ni una menos, que recabó los testimonios del colectivo que organizó la gran marcha del 3 de junio de 2015 en Buenos Aires, que se replicó en 80 ciudades de Argentina. Además, es periodista de la revista de humor satírico Barcelona. Y es quizás allí donde puede rastrearse el tono de los dos volúmenes que publicó, junto con Ingrid Beck, de la Guía (inútil) para madres primerizas, texto que desacraliza la maternidad con gracia. En Pelota de papel 3, por otra parte, les cedió la pluma a las jugadoras de fútbol y recopiló cuentos escritos por futbolistas mujeres, quienes, en lugar de ir al rescate del paraíso perdido, como hicieron sus colegas varones, en los primeros dos tomos («el del puro juego, la infancia, la pelota sin manchas») se enfrentan a lo que parece imposible: «En los textos de las futbolistas la infancia no es un paraíso: es el recuerdo de ser expulsadas del paraíso, de que se les negara jugar a la pelota. Ese lugar de pleno acceso al juego está, para ellas, en el futuro. Es una utopía».1
EL CHOQUE
Causas urgentes empieza con un estruendo ficticio en el que resuena un hecho real: un choque del tren de la línea Sarmiento en la estación Haedo que deja 43 muertos (y que recuerda la tragedia de Once, sucedida en 2012). Entre los hierros retorcidos y sobre los cuerpos mutilados planea una estampita de Expedito, el santo al que se le reza para pedirle soluciones rápidas para cosas que, como la causa de los pueblos, no admiten la menor demora. Quien atrapa la estampita voladora es Hugo Lamadrid, semienterrado entre los cuerpos. Hugo, un cerrajero que viajaba en el tren también para atender una urgencia, quedó con los dos brazos en alto: en uno, el santo; en el otro, el celular. Ambos elementos son importantes en el desarrollo de una novela que lleva como uno de sus epígrafes «Los muertos no viajan en colectivo», extraído del refranero –real o ficticio– de la escuela de periodismo. Porque otro de los elementos importantes de Causas urgentes son las noticias: quién las redacta, cómo las redacta y, sobre todo, con qué fin.
Sin embargo, la de Rodríguez no es una novela de peripecia. Es una novela policial de esas escasas en las que se puede contar la trama sin que se arruine. De hecho, lo fundamental queda establecido en las primeras páginas: Hugo se salva del choque y empieza a ser algo así como un fantasma, una especie de zombi que deambula por la ciudad y, sobre todo, comienza a ser un problema para muchos. Y es allí donde la novela crece. Es en ese entramado más sutil donde está la gracia: en los comentarios dichos como al pasar; en la manera de hablar de los personajes; en algunas pinceladas de humor entre tanta miseria humana; en una mirada sobre el mundo aguda pero no cínica, lista, nunca listilla, lúcida pero siempre empática.
Pero retrocedamos a 2005, cuando Carlos Gamerro publicó en la Revista Ñ un genial decálogo del relato policial argentino (véase el recuadro). Si el policial suele dar cuenta del estado de una sociedad, es muy interesante desenterrar este decálogo irónico y darse cuenta de que, incluso en el caso de un noir atípico como Causas urgentes, el decálogo, al menos en algunas partes (no diremos cuáles), aplica. Sin embargo, también es interesante darse cuenta de que el tiempo ha pasado y hasta una sociedad como la argentina es capaz de mutar: las partes que aplican lo hacen de una manera desplazada, sobre todo las que tienen que ver con la búsqueda de la verdad. Lo que verdaderamente le interesa contar a Rodríguez es «la batalla de los relatos», es decir, la red de manipulaciones interesadas que hacen que la principal víctima de la novela no sea Hugo, sino la verdad, en una sociedad en la que los propios medios han popularizado la expresión tirar un muerto como agente desestabilizador y en la que los medios masivos tienen un papel político determinante.
Alrededor de Hugo –que, además de víctima, es victimario, ya que ha cometido un asesinato– hay un grupo de mujeres: su suegra, Olga; su esposa, Marta; su cuñada, Mónica, y su hija, Evelyn. Y también ellas tienen esas causas urgentes que dan título a la novela. Así, lo que empieza a perfilarse como un estilo narrativo en Rodríguez es que los personajes o las historias más centrales de la trama –o los que más la impulsan– son los menos importantes para el sentido del relato. Causas urgentes es una novela en la que los personajes secundarios –Evelyn y Mónica, sobre todo– son las verdaderas protagonistas. Porque, más allá del accidente ferroviario y la desaparición de un cuerpo, lo que importa es la mirada a una sociedad en la que la realidad es indistinguible del peor reality, en la que se mezclan con toda naturalidad la religión con los grupos de tupper sex y en la que los hijos son una especie de side car de los padres, arrastrados por los avatares de estos sin que nadie sepa –y, probablemente, tampoco les importe– realmente qué piensan, qué quieren, en qué andan y por qué.
Puede ser que Evelyn lea la realidad a través de las telenovelas turcas, pero también puede ser que, por eso mismo, sea la primera en leerla bien:
«—Para mí, si Kerem se muere, es mejor.
La voz de Evelyn sacude a Marta de la reflexión. Había olvidado que estaban huyendo juntas.
—¿Qué?
—Que es mejor para Bennu, para Scherezade, para Onur…
—¿Pero vos querés que se muera? No es tan malo.
—Les conviene a todos, mamá –Evelyn aprovecha que captó su atención–: ¿Y papá?
—Después hablamos».
1. Paula Rodríguez, introducción a Pelota de papel 3, Planeta, Buenos Aires, 2019, pág. 9.
Decálogo del relato policial argentino
- El crimen lo comete la Policía.
- Si lo comete un agente de seguridad privada o, incluso, un delincuente común, es por orden o con permiso de la Policía.
- El propósito de la investigación policial es ocultar la verdad.
- La misión de la Justicia es encubrir a la Policía.
- Las pistas y los indicios materiales nunca son confiables: la Policía llegó primero. No hay, por lo tanto, base empírica para el ejercicio de la deducción.
- Frecuentemente, se sabe de entrada la identidad del asesino y hay que averiguar la de la víctima.
- El principal sospechoso (para la Policía) es la víctima.
- Todo acusado por la Policía es inocente.
- Los detectives privados son indefectiblemente expolicías o exservicios. La investigación, por lo tanto, solo puede llevarla a cabo un periodista o un particular.
- El propósito de esta investigación puede ser llegar a la verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública; nunca obtener justicia.