Mi padre era un escéptico. Sin embargo, creía en dos cosas que no podía explicar. La primera era que todos veníamos a esta tierra a cumplir una función precisa. No una misión, ya que no atribuía este destino a una maquinación divina, sino una función inscripta en un orden, un diseño no necesariamente ideado por una inteligencia superior sino más bien impulsado por la lógica interna del sistema o por su propia inercia. La tarea que todos tendríamos asignada sería, para la mayoría, misteriosa y seguramente poco memorable, pero todos la cumpliríamos inexorablemente. “Uno puede imaginar que Beethoven vino a escribir sinfonías y Einstein a garrapatear e=mc2, pero el resto también vinimos a algo. Sólo así se explica que un día una persona se despierte y se ponga a tragar huevos duros hasta batir el récord de comerse 65 en una sentada. Hay gente que entrena toda la vida para apagar interruptores de luz a distancia con una goma elástica o que trabaja largas horas para adivinar qué canción están tocando mirando cómo las ondas sonoras hacen oscilar la llama de una vela. La única explicación para que haya personas que hagan eso es que todos tenemos una tarea asignada y las puntas del iceberg son visibles cuando esas tareas tocan las cimas del genio o de la estupidez.” Algo así decía, echando mano, como pruebas irrefutables, a los infinitos ejemplos que el mundo le proporcionaba.
La otra cosa en la que mi padre creía a pies juntillas era que en los años bisiestos se moría más gente. No la cantidad promedio extra que agregarían las 24 horas más que dura el año. Mucha más gente.
Seguramente esta superstición sea fácil de desbaratar, pero nadie puede ser tan ingenuo de querer desactivar una buena historia de terror con estadísticas, ni un mito con pruebas duras. Sobre todo si, como en 2016, los mitos vivientes se mueren a paladas.
La idea de que 2016 venía mal para famosos, celebridades y talentosos en general se instaló a poco de comenzar el año. El 22 de abril, un día después de la muerte de Prince, la Bbc encomendó a Nick Serpell, el editor de obituarios, que chequeara si la sensación de que 2016 era un año negro que se había instalado en las redes sociales era verificable. Serpell contó cuántos obituarios se habían publicado en los primeros tres meses del año y constató que habían sido el doble que en el mismo período de 2015. En diciembre la Bbc volvió a chequear sus estadísticas, esta vez con base anual, y concluyó que en 2016 los obituarios de la cadena se incrementaron 53 por ciento respecto a los del año anterior.
En las redes sociales había comenzado a circular un meme: una falsa tapa de la revista Time en la que la tradicional “Persona del año” era la Parca.
Se ha intentado una explicación sencilla a este tsunami de muertos famosos: hay más famosos que antes. El auge de la televisión aumentó exponencialmente no solamente el número de celebridades sino su exposición masiva, y toda una generación –la de los años sesenta, que floreció en la televisión– está llegando a una edad en la cual es, pues, más probable que muera. Este factor, combinado con una nueva forma de sobreexposición –las redes sociales–, hace que casi cada día la muerte de alguien sea el tema de conversación y una buena ocasión para practicar la nueva afición colectiva: el desgarrado tributo público que crea la ilusión de una cercanía emocional con el muerto célebre que los hace parecer casi de la familia. Y en este juego son famosos todos los que quedan entre Fidel Castro y Pocho la Pantera, incluyendo a Kenny Baker, el “actor” que movía a R2D2 (Arturito), una prueba muriente de que hay más famosos que antes, ya que sin importar que no hablara, ni pudiera expresar absolutamente nada desde dentro de una lata, el hecho de estar en Star Wars era suficiente para llorarlo –o, ya que estamos, Michu Meszaros, otro “actor” muerto este año y que, en lugar de una lata, accionaba un peluche: el de Alf.
La explicación es cierta, pero no devela satisfactoriamente el misterio de la diferencia notable entre las cifras de muertos de 2016. Hay más famosos hoy que en 1950, pero no más que en 2015. Y las redes sociales no se inventaron ayer.
Lo cierto es que la lista impresiona. Empezando por el cine. El año pasado murieron los directores Ettore Scola, Andrzej Wajda, Abbas Kiarostami, Héctor Babenco, Eliseo Subiela, Michael Cimino, Pierre Étaix, Jan Nemec y Jacques Rivette (y en Uruguay, Juan Carlos Rodríguez Castro, director de Mataron a Venancio Flores).
A los actores no les fue mejor: Gene Wilder, Debbie Rey-nolds, Carrie Fisher, George Kennedy, Zsa Zsa Gabor y Alan Rickman, pero también la notable Chus Lampreave –Sor Rata de Callejón de Entre tinieblas y tantas otras películas de Almodóvar– y un montón de actores de teatro y televisión (Robert Vaughn –Napoleón Solo, de El agente de Cipol–, Bud Spencer –a quien para recordarlo hay que mencionar a Terence Hill–, Herbert Tsangtse Kwouk –el incansable Cato de La Pantera Rosa–, Dan Haggerty –Grizzly Adams–, Rubén Aguirre –el Profesor Jirafales–, Andrew Sachs –“Manuel”, de Fawlty Towers, la serie televisiva del Monty Python John Cleese– y también los argentinos Amelia Bence, Irma Roy y Juan Carlos Mesa y la uruguaya Mary da Cuña).
Se ha dicho que 2016 ha sido particularmente negro para la música: David Bowie, Prince, Leonard Cohen y George Michael, pero también Keith
Emerson y Greg Lake (de Emerson, Lake and Palmer), Glenn Frey (Eagles), Rick Parfitt (Status Quo), George Martin –el célebre productor de los Beatles– y el compositor Pierre Boulez, además de Naná Vasconcelos, Gato Barbieri y Mariano Mores –y en ese lugar intermedio, entre músico y poeta, el payador Abel Soria.
De los escritores, empecemos por los poetas: Ferreira Gullar, Marcos Ana, Rodolfo Hinostroza y Enrique Fierro, y siguiendo la línea uruguaya, Enrique Estrázulas y Tomás de Mattos. Además de los celebérrimos Harper Lee y Umberto Eco, murieron Yves Bonnefoy, Anita Brookner, Michel Butor, los argentinos Alberto Laiseca, Andrés Rivera y Dalmiro Sáenz, además de Katherine Dunn, Elie Wiesel, el futurólogo Alvin Toffler y Michel Tournier.
De 2016 como asesino serial no se salvaron los dramaturgos (Dario Fo y Edward Albee) ni los dibujantes (Nine, Rogelio Naranjo, Siné) y tampoco los guionistas de historieta (Steve Dillon), los críticos (Josefina Ludmer, Jaime Yavitz, Enrique Raimondi) o los politólogos (Luis Eduardo González). O aquellos que desde un lugar difuso inciden en la cultura (Gustavo Fuentes). Tampoco los deportistas (Muhammad Ali y Dogomar Martínez, Johan Cruyff y el Tito Gonçalves).
En el año de la Parca se murió Fidel, pero también el Goyo, el Ñato y Semproni, Jorge Batlle, Shimon Peres y Patricio Aylwin, además de dos que volaban alto como João Havelange o el astronauta John Glenn.
¿Habrá que creerle a mi padre, entonces? ¿A él, que se murió en un año de 366 días como para demostrar que estaba en lo cierto?
¿Comprarle –ya que estamos– su paquete de dos creencias no relacionadas y, como Holden Caulfield, prestarle atención al que de todos los instrumentos de la orquesta viene a esta tierra a tocar el timbal? “El pobre sólo puede atizarles un par de veces durante toda la sesión, pero mientras está mano sobre mano no parece que se aburra ni nada. Y cuando al final le toca el turno, lo hace tan bien, con tanto gusto y con una expresión tan decidida en la cara, que es un placer mirarle” –escribió Salinger.
No, no hay que creerle. Son mitos, literatura. Supercherías que no soportan la menor prueba estadística.
Pero intenten explicar por qué un hombre llamado Joey Chestnut se come 141 huevos duros en ocho minutos.