Cuerpos que se tensan, se fatigan, vibran, hormiguean. Músculos agonistas y antagonistas que se contraen. Articulaciones que unen el cráneo con la mandíbula. Músculos escalenos que se accionan cuando un violinista se acomoda su instrumento y que son los mismos que se ponen en juego en ese otro gesto, casi arrobado, con el cual el albañil recuesta su cara para acompañar la bolsa de pórtland que carga en su hombro. El cuello y las vértebras atravesando el vía crucis de esa escuela del dolor que es el día a día frente a una computadora. Músculos cutáneos que tiran hacia abajo cuando el pescador hace una seña al otro pescador para ajustar las redes sin palabras, porque río adentro sobran las palabras. Diafragmas oscilando siete veces por segundo para sacar la nota dulce del oboe. Labios cuarteados en los árbitros de fútbol y en los inspectores de tránsito. Sudor que roza la piel de la entrepierna del futbolista y de la actriz que acaba de fichar para un canal de cine para adultos. Muñecas batallando para extraer lo mejor de un contrabajo o por hacer, sin ganas, un movimiento repetitivo en una línea de montaje. Callos en las falanges de la arpista o en las manos de la empleada doméstica. Tobillos coordinando con las manos para acompasar el pedal del piano con sus teclas o el embrague del camión con la palanca de cambios. Pectorales mayores que flexionan el brazo de quien lleva el redoblante en la batería de murga o en la banda de música del pueblo, justo a tiempo para que el dorsal ancho lo extienda y el músculo trapecio ejecute la acción del hombro, para que el palillo caiga sobre la membrana, caja de resonancia celestial o del infierno. Para no hablar de la cabeza quemada del controlador aéreo, de la programadora de software, o del enfermero de cuidados intensivos. Formas diferentes del batallar cotidiano en el más universal de los estados humanos: trabajar.
Tenía razón Cesare Pavese al decir –aunque su poema hablase de otra cosa– que trabajar cansa. Fatiga. Agota. Exige a los músculos y a los huesos. Pero no solamente a los músculos y a los huesos.
Ya lo señalaba ese otro señor que está acodado en la plaza del teatro, mirando al Bolshoi y dando la espalda al Kremlin, como si el bloque de granito en el que lo talló Lev Kerbel fuera el estaño de un bar. “En su hambruna canina de plustrabajo –escribió Carlos Marx– el capital no sólo transgrede los límites morales, sino también las barreras máximas puramente físicas de la jornada laboral. Usurpa el tiempo necesario para el crecimiento, el desarrollo y el mantenimiento de la salud corporal. Roba el tiempo que se requiere para el consumo de aire fresco y luz del sol. Escamotea tiempo de las comidas y, cuando puede, las incorpora al proceso de producción mismo.”
Raro alquimista de la hibridación entre realismo socialista y cubismo –vanguardia que a Lenin desagradaba–, el organismo de Lev Kerbel, como el de todo trabajador del cincel, también ha de haber sufrido los embates del granito. Esa roca plutónica que quienes conocen de rocas la describen como una mezcla de cuarzo, feldespato y mica. Roca paciente como la revolución misma. Ajeno a las urgencias del infantilismo de izquierda el granito se vuelve sólido con la lentitud de los procesos sociales. Pero para hacerlo necesita a la vez de la presión que en los altos hornos de la naturaleza surge del manto inferior de los continentes. “Se crece en la lucha”, postulaba Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Porque no se trata sólo de su composición y dureza. El genio del granito está en el arte dialéctico con el que negocia su levedad: gracias a su menor peso específico respecto de las rocas de su entorno, asciende como una gota invertida. Recién entonces está listo para que una cuadrilla de obreros lo extraiga, usando, en otra delicia metafórica de los pares hegelianos, la opuesta combinación del martillo mecánico y el hilo de diamante. Más allá de esos novedosos métodos que sustituyen al viejo soplete diesel, el trabajador que lo corta está sometido a la eventualidad de trauma acústico, necrosis de muñeca y lesiones de disco. Eso dice la Fundación para la Prevención de Riesgos Laborales, una entidad que impulsan los sindicatos españoles. Algo de eso han de saber los pulmones de Kerbel, recibiendo el malvenido polvo del cincel. Un riesgo al que el escultor se sometió con las decenas de estatuas que dejó regadas por el mundo socialista. Una misión para la que llegó a acompañar al Ejército Rojo en el avance sobre Berlín a efectos de levantar, con el olor de la pólvora todavía en el aire, un monumento a los vencedores de los nazis.
Naturalmente no fue con Marx con quien comenzó la historia de la salud ocupacional, aunque sí podría decirse que el filósofo alemán hizo con el tema lo mismo que con la filosofía hegeliana: lo puso patas arriba y le dio un sentido transformador. No en vano el romano Plinio el Viejo había bautizado los males asociados a las condiciones de trabajo como “enfermedades de los esclavos”. Ya vendría el barbado aguafiestas a enseñarles que –si no querían perder la salud amasando la plusvalía ajena– no tenían más remedio que el de perder sus cadenas.