Aquel 17 de julio de 1998, durante la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios realizada bajo los auspicios de las Naciones Unidas, hubo un torrente de aplausos, lágrimas y abrazos cuando se firmaron en Roma los estatutos que condujeron a la creación de la Corte Penal Internacional, la Cpi. De los 160 estados presentes, 120 firmaron el texto que afirmaba que “los crímenes más graves que afectan al conjunto de la comunidad internacional no pueden permanecer impunes”. Con ese principio se creó oficialmente el ente más decidido a instaurar una auténtica justicia internacional a partir de cuatro principios de acción: condenar el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión. La Cpi se instauró oficialmente en 2002 con sede en La Haya y, a pesar de las dificultades y las limitaciones impuestas a su acción por varios países, muchos pensaron que, cuando había transcurrido medio siglo desde los juicios de Núremberg, había llegado la hora de una sincera y eficaz justicia internacional reservada a los grandes criminales de la humanidad.
Catorce años después, las lágrimas corren siempre, pero por motivos contrarios. La Cpi fue encadenada, asfixiada, cortada en sus acciones y, entre las sombras, vaciada de contenido por las grandes potencias del mundo, en especial Estados Unidos, y por una inoperancia interna que hiela la sangre. Stéphanie Maupas, corresponsal en La Haya del diario Le Monde, es la autora de El jóker de los poderosos, la gran novela de la Corte Penal Internacional (“Le Joker des puissants, le grand roman de la Cour Pénale Internationale”): cuatrocientas páginas espeluznantes donde narra con lujo de detalles lo que califica como “las impotencias consentidas” de la Cpi. Juan Branco trabajó en la Corte entre 2010 y 2011, es el consejero jurídico de Julian Assange y profesor en la Universidad de Yale. Su libro El orden y el mundo, una crítica de la Corte Penal Internacional, traza igualmente un perfil nefasto sobre las acciones de la Cpi y su casi marca de fábrica, una mezcla de “inoperancia y sumisión política completa”. La Cpi iba a perseguir a los tiranos y asesinos de los pueblos, sustituyendo al Tribunal Penal Internacional para Ruanda y la ex Yugoslavia. Sus blancos eran los criminales de guerra y los jefes de Estado corruptos y represores Intentos fallidos: “Ocampo participó en el concierto de aquellos que trataban de disuadir a los palestinos. Afirmaba que en caso de investigación de la Corte, Hamas y otros serían declarados responsables de los disparos de cohetes y los atentados suicidas”.
Desde el principio la Corte caminó renga. Estados Unidos jamás ratificó los estatutos y fue el principal país que empleó todo el peso de su poder para inhabilitar a la Cpi e impedirle que juzgara los propios crímenes cometidos por los soldados de su país. Un artículo (el 16) autoriza a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad a congelar los juicios “en caso de peligro para la paz”. Noción ambigua que permite cualquier abuso. En 2002 Washington aprobó el American Service-Members’ Protection Act, que permite que los ciudadanos estadounidenses escapen a las acciones judiciales, “incluso por la fuerza”. A principios de 2016 los 34 países africanos que adhirieron a la Cpi abogaron por un retiro en bloque de la Corte, al considerarla “discriminatoria”.
Juan Branco describe un clima similar de inoperancia, intereses políticos, privilegios exorbitantes de los miembros de la Cpi y, sobre todo, un lugar donde Occidente juega a ser bueno “por instinto de conservación”, para que el “mundo permanezca en el mismo estado”. Esa Corte, que tenía por misión juzgar los crímenes que “desafían la imaginación colectiva”, terminó siendo “víctima de su propio drama” y de los pases y favores entre potencias. Las estadísticas son elocuentes. El 21 de marzo la Cpi declaró al ex vicepresidente congoleño Jean-Pierre Bemba culpable de crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Fue el cuarto veredicto en 14 años de funcionamiento, con un presupuesto anual de 130 millones de euros. El ex presidente de Costa de Marfil Laurent Gbagbo todavía sigue esperando su juicio.
La abogada de Gambia Fatou Bensouda remplazó en 2012 a Luis Moreno Ocampo. La nueva fiscal se apresta a abrir el legajo de uno de los crímenes más masivos e impunes de este siglo: los horrores cometidos por la coalición angloestadounidense durante la última invasión a Irak (2003). Hace mucho tiempo que el ex presidente George Bush y sus socios deberían haber sido juzgados por la Cpi. Pero, como lo demuestran hasta lo increíble Stéphanie Maupas y Juan Branco, los poderes centrales son quienes validan la justicia y las injusticias.