Woody Allen hace magia hace tiempo. Lo hizo con deleitosa soltura, sin molestarse en explicar lo inexplicable pero usándolo con decisión, en películas como La rosa púrpura de El Cairo, o Zelig, o haciéndola poblar una atmósfera, como en Sombras y niebla o Dulce y melancólico. Sin embargo, cuando se mete con la magia-propiamente-dicha las cosas no le salen tan bien. Además de Celebrity, que no tiene nada de mágico, sus películas menos potentes y, cuesta escribirlo, bastante aburridas –a juicio de esta cronista, fan absoluta de Allen desde los lejanos años setenta–, deben ser La maldición del escorpión de jade y Scoop. Como si el prolífico cineasta de un filme por año y capaz de sacarse de la galera fantasías propias no se las viera bien con la magia definida como tal. Después de todo, es un escéptico del que puede asegurarse que jamás elegiría El señor de los anillos como inspiración para un libreto.
En este su nuevo opus1 esto se nota, y se nota demasiado. Woody Allen puso en boca de Colin Firth –en el filme, un mago que usa nombre chino y esconde bajo él su originario Stanley– todos los argumentos desacreditadores de la magia, el espiritismo, el más allá y cualquier cosa que se salga de los rieles comprobables. Es extraordinario que se pueda extraer de Colin Firth un personaje antipático. Bueno, Woody lo logra con creces, haciéndolo emitir sin cesar con su rotundo acento británico un juicio tras otro tras otro tras otro, tan serio como si se estuviera ocupando de las dos guerras mundiales y alguna más. Stanley va a una casa –espléndida, claro está– en el espléndido sur de Francia y en verano, alertado por su amigo y colega Howard (Simon McBurney) sobre la impostura de Sophie, una bella estadounidense (Emma Stone) que tiene embrujados con sus contactos con el otro mundo a un millonario heredero inglés (Hamish Linklater) y su madre (Jackie Weaver). El heredero quiere casarse con ella y le canta empalagosas endechas munido de un ukelele. La mamá quiere financiarle una fundación para estudios psíquicos. Stanley hace lo que puede pero no puede mucho, y por pura coincidencia en el mismo paradisíaco vecindario tiene a una maravillosa tía (Eileen Atkins), que es buena colaboradora para otro tipo de magias. Pero la casa en el sur de Francia y el verano le permiten al fotógrafo Darius Khondji hacerse una panzada de tomas ambarinas en magníficos exteriores, y que la historia suceda en los años veinte le permite al nostálgico Allen su buena panzada de Cole Porter y afines. Terso producto estético-irónico-sentimental, pero el término del medio, la ironía, quedó acá encorsetada entre los otros dos, despojada de su estimulante filo, sólo jugada a la pedantería de Stanley y al presupuesto de que cualquiera puede engañar a cualquiera, pero el amor vendrá siempre a poner las cosas en su sitio. Si no fuera porque hace muy poco nos entregó el deslumbrante drama de Blue Jasmine, algún apurado podría concluir que los años limaron la potencia del director más prolífico, fascinante y, a su manera, coherente, del cine estadounidense de las últimas cuatro décadas. Como ya nos ha dado sustos similares, hay que confiar en que este filme desnutrido sea apenas una vacilación antes de la próxima maravilla.