Para explicar cómo la catástrofe ecológica que está vivendo el planeta se ha “normalizado”, el filósofo esloveno Slavoj Zizek recurrió a desastres que nos pueden ser más “entendibles”. Recordó el asedio de Sarajevo a principios de los años noventa, ese hecho –dice– de que una ciudad europea “normal” de medio millón de habitantes fuera cercada, muerta de hambre, regularmente bombardeada, sus ciudadanos aterrorizados por el fuego de francotiradores, etcétera, y que esto durara tres años, algo que según el pensador habría sido considerado inimaginable antes de 1992.
Cuando empezó el asedio –continúa con su explicación Zizek–, incluso sus habitantes pensaron que sería por un plazo corto, pero luego, muy rápidamente, la agresión se “normalizó”.
“Este mismo pasaje de la imposibilidad a la normalización (con una breve etapa intermedia de entumecimiento de pánico) es claramente discernible en cómo reaccionó el establishment liberal estadounidense frente a la victoria de Trump”, dice el pensador. Y agrega: “También claramente está funcionando en cómo los poderes del Estado y el gran capital se relacionan con las amenazas ecológicas, como el derretimiento del hielo en los polos”.
Resalta que los mismos políticos y gerentes que hasta hace poco descartaron los temores del calentamiento global como una alarma apocalíptica de ex comunistas, o por lo menos como conclusiones prematuras basadas en pruebas insuficientes, “ahora de repente tratan el calentamiento global como un simple hecho, como parte de lo que pasa habitualmente”. O sea, como sucedió con el sitio a la actual capital bosnia, lo “normalizaron”, incluso en su carácter de desastre.
En su columna, publicada en Página 12 con traducción de Celita Doyhambéhère, señala eso que llama típica forma de disuasión fetichista a propósito de la ecología: “Sé muy bien (que todos estamos amenazados) pero realmente no lo creo (así que no estoy dispuesto a hacer algo realmente importante, como cambiar mi estilo de vida)”. Pero también, dice Zizek, existe la forma opuesta de la negación: “Sé muy bien que realmente no puedo influir en el proceso que puede conducir a mi ruina (como un estallido volcánico), pero sin embargo es demasiado traumático para mí aceptar esto, así que no puedo resistir el impulso de hacer algo, aunque sé que en última instancia carece de sentido”.
Luego salta del estrado de los formadores de opinión y se sitúa frente a las góndolas de los supermercados, para comparar aquellas posturas con la del consumidor al comprar frutas y verduras orgánicas, sintiendo que al hacerlo no sólo compra y consume un producto sino que “simultáneamente hacemos algo significativo, mostramos nuestro cuidado y conciencia global, participamos en un proyecto colectivo grande”.
Pero eso es puro “menchevismo”, parece decir el filósofo balcánico.
Hay que terminar con lo que llama “esos juegos” –que caracteriza por la extraña combinación de catastrofismo y rutina, sentimiento de culpa e indiferencia–, ya que “la ecología es hoy uno de los principales campos de batalla ideológicos”.
Según él, el centro ético de la cuestión está claro. Se trata del “compromiso incondicional del capitalismo con su propia reproducción siempre creciente: un capitalista que se dedica incondicionalmente al impulso autoexpansivo capitalista está efectivamente dispuesto a poner todo, incluyendo la supervivencia de la humanidad, en juego, no para cualquier ganancia o meta ‘patológica’, sino sólo por el bien de la reproducción del sistema como fin en sí mismo”.
Y concluye: “En el momento en que aceptamos plenamente el hecho de que vivimos en una nave espacial llamada Tierra, la tarea que se impone con urgencia es la de civilizar a las propias civilizaciones, de imponer la solidaridad universal y la cooperación entre todas las comunidades humanas, una tarea que resulta tanto más difícil con el aumento continuo de la religiosidad sectaria, la violencia ‘heroica’ étnica y la disposición a sacrificarse uno mismo (y el mundo) por la causa específica de uno. La superación del expansionismo capitalista, la amplia cooperación internacional y la solidaridad que también deberían ser capaces de transformarse en un poder ejecutivo dispuesto a violar la soberanía del Estado, etcétera, ¿no son todas estas medidas destinadas a proteger nuestros bienes naturales y culturales? Si no apuntan hacia el comunismo, si no implican un horizonte comunista, entonces el término ‘comunismo’ no tiene significado alguno”.