Ucrania y los aristotélicos - Semanario Brecha
 

Ucrania y los aristotélicos

Kiev, abril 2022 / AFP, Sergei Supinsky


Hay una mentira que todo el mundo cree que es verdad: que la gente odia la guerra y quiere vivir en paz.

Lo cierto es que la historia humana puede contarse como una larga, ininterrumpida guerra. Solo en los años entre las dos guerras mundiales, estallaron conflictos entre polacos y soviéticos, griegos y turcos, japoneses y chinos, además de la invasión de Italia a Abisinia y la guerra civil española. Brasil, a la vez que levantaba el Cristo en el Corcovado, se abocaba a su propia guerra civil, Paraguay y Bolivia se enfrentaban en la guerra del Chaco y también Perú y Colombia saldaban sus disputas territoriales, peleando. En la otra punta del mundo, mientras tanto, Afganistán invadía la India británica y los españoles y los franceses se peleaban con los bereberes en Marruecos.

Crecimos escuchando a nuestros abuelos repasando la épica republicana, a nuestros padres glosando el aplastamiento del nazi-fascismo, la expansión de la imparable ola roja montada en tanques avanzando hacia el oeste y lo de los barbudos en Cuba. Por nuestra parte, ya nos emocionábamos por cuenta propia con el legado de adoquinazos del mayo francés, la derrota yanqui en Vietnam y la revolución que no sería televisada pero que empezaba a tomar nuevas formas en una Centroamérica en llamas. En Oriente Medio asomaba la intifada y, de sopetón, nos vimos obligados a elegir bando en –¡sorpresa!– Malvinas. Un poco más tarde, cuando estábamos tratando de digerir lo de que la guerra del Golfo, en realidad, no había tenido lugar, se armó cocoa en Yugoslavia. ¡Nuestra generación también tenía guerra en Europa! Siempre se puede confiar en los Balcanes.

Ni bien terminó el siglo, las cosas se pusieron muy espectaculares y a raíz de lo de las torres empezó el toletole en Afganistán, Irak, Irán, Kuwait, Siria, todo en esa zona por donde queda el eje del mal. Dirán que nos rifamos todo África y es verdad, pero vayamos resumiendo: después de un momento ISIS rarísimo, hubo un súbito cambio de malo, la narrativa dio un vuelco Guerra Fría-style y aquí estamos, a un año de la invasión de Rusia a Ucrania. Eso sí: todavía estamos convencidos de que la gente odia la guerra.

Para conmemorar el primer aniversario de este conflicto armado, todos los medios de comunicación miraron hacia atrás, historiaron, resumieron, trataron de contar lo que –¿para qué innovar?– llamaremos el infierno de la guerra. Una parte importante de esas notas fueron fotorreportajes.

Desde que en la Primera Guerra Mundial se puso una cámara entre el equipamiento bélico, la guerra libra una batalla en el campo de la representación. Es un tema sobre el que muchos y buenos han escrito largo y sesudo, pero al final del día es la gente común la que se enfrenta a diario a las imágenes y tiene que resolver qué hacer con ellas. Imágenes que, por más terribles que sean, hacen lo contrario que detener las balas: más bien las justifican y reproducen. Y es que filósofos, artistas y poetas pensaron que las balas se detendrían tras el horror de la guerra de trincheras, primero. Luego, que lo harían después de que el flash atómico dejó retratada la silueta de las víctimas sobre los muros de Hiroshima y, más tarde, tras conocerse las primeras imágenes de los campos de concentración. Pero malgré Adorno, se puede seguir escribiendo poesía después de Auschwitz, por más que miremos todos los años Nuit et Brouillard e Hiroshima, mon amour en doble programa.

Y es que es sencillo: si la gente llora cuando el filtro teenage, en los videos de Tiktok, los rejuvenece y confronta con su propia mortalidad, ¿cómo no va a empatizar con las fotos de esta guerra?

La BBC, por ejemplo, eligió recordar el aniversario de manera creativa: sus fotos son de los días inmediatamente antes de la guerra: «Diez fotos anteriores a que la vida cambiara para siempre».1 Surten el mismo efecto que cuando uno mira las selfies sonrientes en el aeropuerto de los pasajeros de un avión que al rato se vino abajo, imágenes de esa especie que prospera viral en las redes bajo el abanico «un minuto antes del desastre».

Pero la gente de las fotos de la BBC no murió, murió el confortable mundo tal y como lo conocían. Y eso es importante en las fotos de esta guerra. La idea de que el mundo que se destruyó no era un mundo que no valía un dinar. Era un mundo como el suyo o como el mío, señor, señora.

Así, esas imágenes están hechas para desmentir que esta guerra sea la misma guerra que empezó, pongámosle, en el año 4500 entre las ciudades sumerias de Lagash y Umma, y que todavía sigue en Vugledar. Para negar que los muertos de todas las guerras son, en realidad, siempre el mismo muerto. Para negar que a la guerra se le puede cantar como John Keats al ruiseñor:

Pero tú no naciste para la muerte,
¡oh, pájaro inmortal!
No habrá gentes hambrientas
que te humillen;
la voz que oigo esta noche
pasajera, fue oída
por el emperador, antaño,
y por el rústico;
tal vez el mismo canto llegó
al corazón triste
de Ruth, cuando, sintiendo Ucrania
y los aristotélicos
nostalgia de su tierra,
por las extrañas mieses
se detuvo, llorando;
el mismo que hechizara
a menudo los mágicos
ventanales, abiertos sobre espumas
de mares
azarosos, en tierras
de hadas y de olvido.

No. Esta guerra es diferente. Los muertos son diferentes. Las víctimas llevan camperas infladas y carry-ons. No parecen estar huyendo de los misiles o los francotiradores, parecen haber sido asesinados cuando se estaban yendo de vacaciones. Otros, parecían estar paseando al perro, andando en bicicleta o volviendo del supermercado. En medio de la desolación, el ojo no puede evitar desviarse hacia los detalles (¿esas uñas pintadas de rojo tienen dibujado un corazón?). Raramente son soldados. El tratamiento de las imágenes se parece más a la cobertura de un atentado terrorista que al de una guerra y sigue el patrón de retratar la vida corriente truncada, perturbada, impedida y rota por la irrupción de algo inesperado, brutal y, sobre todo, injustamente azaroso. «Esa podría ser yo, mi padre, mi hermana.»

Hace un año empezó la llave ucraniana de la guerra que nos ocupa desde el comienzo de los tiempos, esa guerra que odiamos. Un año desde que Europa, con justicia, abría las puertas a los refugiados ucranianos que huían por millones y de que los políticos y periodistas occidentales declaraban, sin vergüenza, lo shockeante que les resultaba el drama de esta emigración forzada de gente blanca. Mientras tanto y hasta hoy, el resto siguió naufragando puntualmente en las costas del Mediterráneo.

  1. «Ukraine war: Ten photos taken before lives changed forever». Alice Cuddy, BBC News, Kiev.

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