La noticia era esperable e incluso inminente, es el ritmo natural de la vida, y sin embargo nos ha sorprendido. Fidel nos dejó y nos sentimos anonadados, tristes. Hay decenas de artículos que cuentan sus proezas, el impacto de sus acciones o elogian algunas de sus más conocidas virtudes: su extraordinaria elocuencia, su firmeza, su coraje, su inteligencia. Algunos se detienen en los numerosos aciertos y errores que pautaron su vida y todo se inunda de imágenes épicas. Confieso que yo me he sentido profundamente triste, algo huérfano, con esa sensación que nos acompaña cuando desaparece la generación de nuestros abuelos y padres y nos quedamos solos ante el mundo, sin tener a quien acudir para un consejo. Y tengo la sensación de que comparto ese sentimiento con millones y millones, en los rincones más recónditos de nuestra América y entre pueblos muy lejanos pero que sintieron que con él ellos también daban pasos de gigante. En estos días revivo íntimamente mi relación personal con Fidel. La de alguien que nunca lo conoció de cerca pero creció toda la vida a su sombra. Tuve el privilegio de vivir en la Cuba de los años setenta y ochenta y poder soñar juntos, construir juntos y equivocarnos juntos. Fidel fue un revolucionario total, alguien que fue capaz no sólo de sentir la injusticia y sublevarse contra ella sino también de soñar una nueva sociedad, luchar y vencer. Logró sumar las voluntades más diversas y mantener con firmeza el rumbo. La revolución cubana fue una explosión de alegría, de ideas, de amor. Allí se crearon oportunidades para los más diversos intentos de transformación social y floreció la cultura como pocas veces se ha visto. Cuba fue un enorme campo de experimentación, todos podíamos participar, inventar e intentar. Creo que ese es uno de los mayores legados que nos ha dejado, la certeza de que podemos, que no hay límites para nuestros sueños. En medio de lo desconocido y de una guerra multiforme con un enemigo muy poderoso, nos hacía sentir que esa búsqueda era colectiva y no de iluminados. Muchas veces lo escuchamos largas horas, en discursos que lograban articular de manera natural los más diversos aspectos de problemas muy complejos. Fidel vinculaba con asombrosa naturalidad lo general y lo particular, la situación internacional y los problemas internos, la vida privada y las aspiraciones de todos. Enseñó a pensar a millones. Y fue el más duro crítico de nuestros propios errores. En Cuba la revolución fue justicia, participación, oportunidades, educación, salud, dignidad. Todo eso y muchas otras cosas, pero para mí lo más impactante es cómo floreció la generosidad en ese pueblo, una generosidad capaz de existir incluso en medio de las mayores dificultades materiales. Esa marca también viene de él y del Che. Sólo así se explica la presencia de decenas de miles de cubanos en los más apartados rincones del mundo ayudando al prójimo sin pedir nada a cambio. Desde Haití o Pakistán, devastados por catástrofes naturales, hasta los pueblos de África luchando contra el ébola, desde los vietnamitas combatiendo al imperio hasta los sudafricanos derrotando el apartheid. El mundo ha cambiado mucho en estos años y Fidel se va justo cuando nos inunda una ola reaccionaria y conservadora. Las ideas de la Ilustración que parecieron vencer definitivamente hace más de doscientos años tienen que ser defendidas ante el resurgimiento del oscurantismo bajo la forma de los más diversos fundamentalismos religiosos, y nos vemos forzados a insistir en la capacidad del ser humano para construir su propio destino. El fracaso temporal de los diversos intentos del siglo XX para construir una sociedad centrada en las necesidades del ser humano en vez del lucro ha destruido muchas certezas y nos ha dejado anonadados y dubitativos. El capitalismo se expande y va ocupando los últimos terrenos vírgenes que quedan, engullendo naciones, geografías, espacios virtuales, mentalidades. Por momentos parece que no hay alternativas a este mundo que tantos reconocemos como injusto, insostenible y brutal. ¡Cuánto nos hace falta Fidel en estos momentos! Con su optimismo, con su capacidad para mirar lejos, con su sabiduría para encontrar caminos. La historia sigue. Todos sentimos bien adentro que otro mundo es necesario y él nos enseñó que es posible acercarnos a él: que no es necesario conocer todos los vericuetos del camino para aventurarnos si tenemos algunas ideas claras y mantenemos el rumbo y somos suficientemente lúcidos para mirar críticamente lo que hacemos. Si nada de lo humano nos es ajeno y mantenemos la capacidad para soñar. Gracias, querido comandante, por habernos permitido ser plenamente humanos. Tengo la certeza de que volverá la alegría. Hay mucha energía acumulándose y muchos retoños creciendo por allí. En las ine-luctables rebeldías que vienen estarás presente, ayudándonos a encontrar el camino y a equivocarnos menos. Hasta la victoria siempre, querido Fidel.
Gregory Randall ex pro rector de la Universidad de la República. Autor del libro Estar allí entonces (Trilce, 2010), un relato crítico de su experiencia en Cuba en las décadas del 70 y del 80.