Se trata de un trabajo1 que cubre la vigencia del formato largaduración en el país (que tuvo unos pocos antecedentes en los cincuenta, pero que recién se estableció de verdad hacia 1960) hasta el 2009. De cada disco hay una reproducción, de buen tamaño y en color, de la tapa, la lista de temas con sus autores, los datos de la edición original y de algunas reediciones, un comentario crítico de una página, y en la mayoría de los casos un código QR que da acceso a escuchar en línea dos de las canciones del disco en cuestión.
Los lectores de Brecha estarán familiarizados con la escritura de Andrés Torrón, quien escribe sin rebuscamientos, en forma amena. No es su intención objetivar sus opiniones con análisis detallados, ni observar los fenómenos bajo ángulos totalmente inesperados (aunque a veces lo hace). En mi opinión su manejo de conceptos como “pop”, “rock and roll”, “roquero”, “folclórico”, “cantautor”, no resistirían un test de rigor crítico. Pero antes que tal rigor, él prefiere moverse dentro de un “sentido común” alimentado por muy buena información respaldada por su propia y notable experiencia práctica como músico. Ese sentido común es el que facilita una comunicación tan inmediata: a menos que uno esté totalmente neurotizado en un rol de virtual abogado del diablo del texto, siempre entendemos de manera bastante clara de qué está hablando. Nunca me pasa leyendo sus escritos que no reconozca en ellos la música a la que alude o que vea comparaciones descabelladas. Y si no conozco la música sobre la que está hablando, la fantaseo en forma interesante, relativamente definida gracias a sus adjetivos, descripciones y referencias. Sus recomendaciones (y todo en este libro son recomendaciones) son siempre apetitosas, sugerentes, despiertan la curiosidad, suscitan confianza.
Además la concepción del libro es muy estratégica: cada texto puede ser leído en forma independiente, hojeándolo en forma casual. Si uno lo lee en secuencia, sin embargo, es como acompañar una serie televisiva con muchos personajes y ámbitos que se alternan. Cuando refiere a determinado músico que volverá a ser abordado con otro disco más adelante, o que tendrá influencia en otro proyecto, el texto termina con un dejo de suspenso, anticipando el desarrollo. Luego cuando retoma el asunto, hace alusiones a lo anterior (que no dejan afuera a quienes no leyeron en secuencia, y sirve para establecer el nexo para quienes sí lo hicieron). En lo global, entonces, tenemos, por detrás de la imagen particularizada de 111 comentarios sobre discos específicos, un panorama histórico –pixelado y fragmentado, pero panorama al fin– de la música popular uruguaya desde los años cincuenta, y también una pequeña enciclopedia de minibiografías (lo sería aun más si los editores hubieran tenido el cuidado adicional de agregar un índice remisivo, una mínima diferencia en el costo para una enorme diferencia en el valor de uso).
Es parte del funcionamiento de un libro de este tipo el construir un canon (por más que, si uno explicitara esa intención, sonaría muy pretencioso). El volumen contiene, en un extenso apéndice final, la traducción íntegra de todos los textos al inglés. No cuesta imaginar a un español o estadounidense que, leyéndolo, se empeñe en bajar de Internet o escuchar en línea la totalidad de los discos para hacerse su “discografía uruguaya básica”, o incluso un japonés adinerado buscando fanáticamente en eBay ejemplares físicos de todos ellos.
LA GRACIA DE CUALQUIER PARTIDO. La mentalidad posmodernista suele ser opuesta a los cánones. Pero los cánones hacen bien, siempre y cuando exista el espacio y la tolerancia para criticarlo. Es a partir de que el canon existe que se dan las discusiones, y es a partir del canon que se da el placer de explorar los recovecos (por ejemplo, otros discos no contemplados en el libro, o músicos y tendencias a los que el libro no llega a aludir). Y ese placer no tendría gracia alguna –o sólo la tendría en algunos oyentes de espíritu muy zen, neutral– en un mundo en que no se plantearan estructuras jerarquizantes. Este libro funciona como una.
Conviene de todos modos no perder de vista (el propio autor insiste en ello) que el libro está construido desde una subjetividad, y que es una subjetividad que se puede más o menos tipificar (yo me identifico en gran medida con esa misma sensibilidad). El libro cubre esencialmente los ámbitos de acción que confluyeron en el Canto Popular y luego, con las diferencias necesarias, prolongaron su campo de acción, es decir, el de una canción artística, personal, evolutiva, y enmarcada en un gusto que, en el más amplio de los sentidos, se puede definir como “roquero” (si consideramos que el mundo definido por el rock originario incluyó a los folclorismos rurales, arcaísmos, incursiones en los terrenos del jazz y de la música erudita, experimentación). Entonces tenemos una pizca de tango, bastante canción protesta y folclorismo, muchísimo beat, sólo un alguito de música instrumental y de música para niños. No hay absolutamente nada de música tropical. No hay ningún disco de murga-murga. La música erudita está excluida casi como en un acto de revancha con respecto al tiempazo en que ella acaparó la exclusividad del nombre “música” (particularizando a las demás con el epíteto “popular”). Algunos músicos con mucha trayectoria tienen cubierta la amplia mayoría de su discografía (es el caso de Mateo, al que sólo le falta uno de sus discos individuales), otros tienen cubierta la casi totalidad pero de un tramo determinado (Roos, Cabrera). Otros nombres están ejemplificados con uno, dos o tres títulos que parecen elegidos con arbitrariedad porque ese músico “tenía que estar”, pero no tanto como para poner toda su producción, y no había ninguna razón muy poderosa para preferir un título sobre otro.
El canon de Torrón es muy razonable. Nadie va a estar de acuerdo en un cien por ciento con su selección o con la totalidad de sus opiniones (que siempre están muy condicionadas por inclinaciones del gusto, historia afectiva personal, amistades, la casualidad de conocer o no determinada rareza –de parte del autor y de cada uno de los lectores–). Yo por ejemplo creo haber detectado en Andrés un patrón, que es la fascinación por cuando un músico de determinado palo incursiona en otro terreno distinto, llevando, en mi sentir, a una distorsión a favor de esas excepciones (sobre todo cuando fueron hacia el lado más “pop”), en vez de muestras cabales del músico en su propio estilo (¿el Sabalero cantando música mexicana en lugar de su clásico Canto popular?, ¿el Lazaroff “jaimeroosesco” de Pelota al medio en lugar de su culminación Tangatos?, ¿el Cabrera roquero en lugar del de Fines o el de Ciudad de la plata? ¿La Vela Puerca enderezada de A contraluz en vez de la que fue históricamente más relevante y más fresca, la de los dos primeros discos?). Pero, en fin, es parte de la gracia de cualquier partido de fútbol indignarse con algunas de las decisiones del juez o del técnico. Y este libro es un partidazo, donde se ven reflejadas, y comentadas con entusiasmo por un escriba sumamente sensible, algunas de las obras supremas de algunos de los más grandes artistas de uno de los países más musicales que hay.
1. 111 discos uruguayos, de Andrés Torrón. Aguaclara, Montevideo, 2014. 322 págs.