
Fue mi primera novia. Pero eso no es lo raro. Lo raro es que nunca dejamos, no cortamos esa relación jamás. Ni siquiera el sábado pasado. No fuimos exclusivos, como se dice ahora. Eso está claro. Yo era consciente de que ella también era novia de muchos otros, de cualquier género y edad, pero eso nunca fue un impedimento o noticia que mereciera destaque. Más tarde he compartido la vida también con otras mujeres a lo largo de los años, a quienes no pareció importarles demasiado mi relación preexistente, que continuaba sin modificarse, como el primer día. O, al menos, las nuevas reservaban en silencio su sensación al respecto y me dejaban ser. Teníamos amor de sobra para darnos.
Apunto algunos detalles circunstanciales porque, como es sabido, el centro de las cosas es indecible. De lo importante es imposible hablar o decir algo que represente con mediana certeza o valía. Entonces puedo decir que en la década del 70 volví loco a un distribuidor de cine hasta conseguir que finalmente me diera un afiche de Looking for Mr. Goodbar, que enseguida colgué sobre mi mesa de trabajo y permaneció allí durante años como un altar íntimo, que acaso también oficiaba de koan y mandala. Así como otra gente guarda –o guardaba– la foto de su amada en la billetera, allí se encontraba en la blanca pared Diane, con un rompevientos verde agua y una chaqueta oscura sobre la barra de un bar, cada vez que me sentaba en la mesa para trabajar. Era un afiche de tamaño mediano, estaba roto en la punta superior derecha y me guio cada día como brújula, mapa y hoja de ruta. Vio todos los dibujos que hice en los años ochenta y parte de los noventa con un silencio que acompañó, y nunca me dijo nada en contra ni a favor. Ni una palabra, bajo la lluvia o el sol.
Hace rato perdí la cuenta de las veces que he visto Annie Hall a través de los años, esa película en la que –entre muchas otras cosas– ella inventó el oversize 50 años antes de que se pusiera de moda o se llamara así en los últimos tiempos. Siempre fue de avanzada, y también allí inventó la expresión la-di-da cuando se quedaba sin palabras, de manera similar a como ahora la gente utiliza nada a manera de muletilla hueca cuando no sabe qué decir o llena el espacio donde debería haber palabras y por algún motivo no aparecen o no hay.
Ese otro afiche, con la fotografía en blanco y negro granulado, presidió mi mesa de luz desde que tengo memoria, y debo agregar que en mi casa de Montevideo hasta hoy en día cuelga un pequeño cuadro con dos imágenes suyas de pelo corto y rubio –un aspecto que nunca retomó– sentada en un banco de plaza, en aquella película de Herbert Ross llamada Play it again, Sam, traducida como Sueños de seductor, donde dudaba entre Woody Allen y Tony Roberts.
Actuó desde un lugar que otras actrices no, cantó con íntima sensibilidad, escribió con una poderosa e inesperada verdad, sacó fotos del nivel de maestros como Walker Evans o Lee Friedlander, publicó libros de calidad exquisita, estuvo en El padrino y Reds, más allá de los films de Allen, y mejoró un montón de películas –algunas imposibles– con su gracia, que no siempre venía del lugar que esperabas. Jamás se tocó una arruga porque sabía que gran parte del capital de una actriz es su propia máscara. Y si tocas eso, ya no hay marcha atrás. Prefería ser testimonio digno del paso del tiempo a tener una cara hinchada que no era la suya. Luego de desnudarse tempranamente a principio de los años setenta en la obra teatral Hair, se acostumbró a esconder su cuerpo dentro de faldas inmensas o pantalones enormes, antes que subrayarlo o ponerlo delante de todo lo demás. No obstante lo anterior, no era de las que se quedan sentadas quietas en la sala, sino de las que saltan a la pista al segundo acorde y no paran de bailar.
Dice un proverbio oriental que al final comprendes que todo el universo se apoya sobre la fuerza de lo aparentemente endeble. Elaboramos nuestra estructura mental y la vida futura a seguir con base en un par de conceptos nada más. En mi caso, no me equivoco al reconocer que ese universo personal y todo lo hecho a través de los años se basa en tres o cuatro motivos y ya. Uno de ellos, sin dudas, es Diane Keaton. Los otros tres no me acuerdo.
Lo bonito de inventar el paraíso entre dos, aunque sea en secreto, es darle la forma que sea. Cuadrado, circular, un triángulo liso o con agujeros, lleno de puertas, con árboles de todo tipo, sin techo y mil etcéteras. Dejar el sol para después. La luna llena para cuando nadie la vea. Mezclar la arena con las perlas. Y mil formas más de entendimiento y complicidad para las noches, los días y las noches que siguen a esos días.


