Hasta hace algunos días, si uno tenía su humilde cuenta de Facebook, podía pedirle amistad a Lawrence Ferlinghetti (y el poeta podía aceptar). Si uno andaba paseando por las calles de San Francisco, podía entrar a la librería City Lights para cruzárselo en el pasillo (y largarse a llorar frente a la góndola de ofertas). Hasta hace algunos días, el último mohicano de los beats caminaba sobre el mismo planeta que cualquiera de nosotros. Su muerte, sin embargo, no es como la nuestra. Es la suelta de una amarra, y eso que se aleja es el siglo XX.
En su célebre poema «Autobiografía», ya están todos los ítems de la vida estadounidense para la primera mitad de aquel siglo: un boy scout de los suburbios neoyorquinos que juega a Tom Sawyer en el río Bronx; un repartidor de diarios y revistas («Todavía escucho el golpe sordo del diario/ en porches olvidados») que come panchos en las canchas de béisbol, etcétera. Sin embargo, llegado un punto, el poema dice: «Tuve una infancia infeliz». Precedido por todos esos versos, la frase no tiene ni una pizca de autoconmiseración. A su modo, Ferlinghetti era un estoico. Un tipo entrenado, como diría Fabián Casas, en el gimnasio de la impermanencia.
Veamos. Carlo, su padre, tuvo un ataque al corazón y murió poco antes de que naciera su hijo. Clemence Albertine Monsanto, su madre, sufrió un colapso nervioso y fue confinada en un hospital neuropsiquiátrico. Con sólo 2 años, Lawrence quedó solo y fue alojado por sus tíos Ludovic y Emily. Al poco tiempo, los tíos se separaron y el niño siguió a Emily hasta Estrasburgo, donde estuvo cuatro años hablando exclusivamente en francés. De regreso a Estados Unidos pasó una temporada en un orfanato de Chappaqua y, cuando los tíos finalmente se reconciliaron, Lawrence halló la horma de su zapato en el sitio más inesperado: una mansión. Emily, que había conseguido trabajo como institutriz de los millonarios Bisland, lo metió de polizón en la vida cultural de Manhattan. Allí, parado frente a una biblioteca descomunal, Ferlinghetti finalmente encontró su verdadera familia: los escritores. Por lo pronto, los libros no se iban a ningún lado. No morían, no enloquecían, no lo abandonaban.
En algún punto de 1937, la tutela de los Bisland le permitió ingresar a la Universidad de Carolina del Norte para estudiar Letras y Periodismo. Con el título bajo el brazo, estaba exactamente dispuesto a empezar su verdadera vida cuando fue reclutado para la marina. Puede pasar. Así, mientras Jack Kerouac preparaba la mochila de On the road, Ferlinghetti estaba desembarcando en la costa roja de Normandía. A la distancia, esa simultaneidad parece cifrar las dos caras de la moneda. Ferlinghetti cargó ese poderoso combustible espiritual, pero, a diferencia de Kerouac, casi no exhibió las heridas de esa tragedia. De hecho, el tipo se quedó en París para vivir su vida de enamorado con Selden Kirby y doctorarse con honores en La Sorbona.
De regreso a Estados Unidos, se casó y fue imantado por la sintonía generacional de California. Allí, en las calles de San Francisco, empezó a construir la masa crítica de City Lights. Primero fue una revista, luego una librería en el límite del Barrio Chino y, en algún momento de 1955, lanzó la editorial del mismo nombre con su primer libro: Pictures of the Gone World. El 7 de octubre de ese año iluminado, Ferlinghetti se mezcló entre el público de la Six Gallery para escuchar a seis poetas completamente desconocidos: Allen Ginsberg, Philip Lamantia, Michael McClure, Gary Snyder y Philip Whalen. «He visto a las mejores mentes de mi generación…», comenzó a recitar Ginsberg, subido a la ola de su propio poema. Borracho hasta los codos, Kerouac gritaba desde el fondo y Ferlighetti sentía el desplazamiento de sus propias placas tectónicas. Al día siguiente, le mandó un telegrama a Ginsberg y –como sabemos– el mundo hizo plop.
Como si fuera una fogata, alrededor de City Lights comenzó a reunirse la mesa chica de la generación beat y toda su consorte de náufragos. Así, en un abrir y cerrar de ojos, la editorial abrió la cancha con un catálogo asesino: el Aullido de Ginsberg, Gasolina de Corso y su propio A Coney Island of the mind. Para todos esos poetas, City Lights era perfecta: una editorial que, en lugar de un director de saco y corbata, estaba capitaneada por un delirante como ellos, pero mejor preparado para lidiar con las vicisitudes prácticas del mundo editorial. «Parte de su modo de ver el mundo se relaciona con el hecho de ser librero y editor, un empresario obligado a resolver problemas prácticos todo el tiempo», dice Elvio Gandolfo. «Su ironía cayó incluso sobre quienes lo rodeaban: en un poema parafrasea a Aullido y afirma que tal vez las mejores mentes de su generación terminaron destruidas no por la droga o la desesperación, sino por el aburrimiento de los recitales de poesía.»
Mientras iba y venía a los juzgados para defender Aullido con una sonrisa en la comisura de los labios, Ferlinghetti se las arreglaba para seguir escribiendo sus poemas, ordenar los estantes de la librería y traducir a autores como Prévert, Pasolini o el mismísimo Nicanor Parra. No era un místico. Al menos, no lo era en los términos de Ginsberg y sus predecesores: Rimbaud, Whitman, Blake. Es decir, buscaba la iluminación como cualquiera, pero tenía los pies sobre la prosaica tierra. Era un poeta vivaz, pero más sereno. No menos audaz. Acaso más europeo. Más ordenado. Para entonces, por ejemplo, ya tenía dos hijos, su propia casa y hasta aquella cabaña sobre la playa de Big Sur que le prestó a Kerouac. Así, esgrimiendo su propia idea del oficio, Ferlinghetti entró en la escena de los sesenta: haciendo pedazos la idea hippie y maniquea del freaks versus squares, de los locos contra los burgueses.
Convertido en una suerte de embajador contracultura, Ferlinguetti se pasó buena parte de las décadas siguientes recitando para los chicos que llegaron a On the road cuando Kerouac ya estaba muerto o desangrado. Para académicos más o menos curiosos, para tesistas despiadados. Si alguien amagaba con armar un debate después de su lectura, quedaba sumido en el más catatónico de los bajones. La mera idea de la interpretación le parecía el anatema del erotismo poético. «La poesía leída es un elevación en sí», decía. «No voy a las universidades a dar conferencias, pero muy a menudo voy a dar grandes recitales como para 1.000 personas. Los profesores tratan de que vaya a sus clases y yo les digo: “No, yo no soy profesor”. La cuestión radica en que se trata de diferentes tradiciones. Se espera que el poeta sea un hombre de letras, un profesor, un crítico, y que haga discursos y esas cosas, y en Estados Unidos eso era una tradición antes de que aparecieran los poetas beat, pero no es más que una típica tradición académica. Así que los poemas dijeron: “Fuera con todo eso anticuado, hay que quitarles el polvo a las máquinas y poner a un lado los talleres de poesía”. La idea central de esta poesía era barrer con toda esa mierda.»
Extensos y anchos como ríos de provincia. Breves y dispersos en la página como arroyos. Repetitivos y rítmicos, acelerados como canciones. Estáticos como una civilizada miniatura europea. Protagonizados por moribundos, por perros y gatos, por la voz de una radio, por gaviotas. En el cementerio de Queens, en un sueño con Ezra Pound, en el invierno parisino, en un happening. En los cuadros de Goya en los que vio los motores que devoran a Estados Unidos: los poemas de Ferlinghetti son un oráculo que no acepta otro sacrificio que la propia y soberana libertad. Una voz sonriente que, dispuesta a ser tomada en broma, ofrece su receta para la felicidad por unos centavos de dólar. «Un magnífico boulevard con árboles/ con una magnífica cafetería al sol/ con café negro fuerte en tazas muy pequeñas./ No necesariamente muy hermoso,/ un hombre o una mujer que te ama./ Un hermoso día.»
Así fue la vida de Ferlinghetti. Un hermoso y extenso día de 101 años y 11 meses. Por ese precio, más no se puede pedir.