Un, dos, tres, ¡va! - Semanario Brecha
Suena la Orquesta de las Mil Melodías1

Un, dos, tres, ¡va!

Con una formación de más de 30 personas entre músicos y asistentes, comenzó sus presentaciones esta nueva propuesta, alejada de los códigos formales de otras agrupaciones. Junto con Mauricio Sepúlveda y Felipe Lamolle, cofundadores del proyecto, Andrés Lazaroff se apropió del formato orquestal para transformarlo con una nueva (¿o antigua?) estética visual y sonora, que dialoga con las orquestas de jazz melódico que se escuchaban en los años veinte.

Sala Verdi, Montevideo Héctor Piastri

¿Cómo es el formato general de la propuesta?

—Es un concierto en vivo y, a la vez, un programa de radio. Son 53 minutos que van en vivo desde cualquier lado. Nosotros le llamamos al espacio La Casa Invisible. Puede ser un teatro, puede ser el sótano de Radio Pedal –donde sucedió la primera vez–, puede ser en cualquier parte. Es como la vieja y querida fonoplatea, que se perdió.

—¿La orquesta se está estrenando ahora?

—En realidad, salimos a la cancha el año pasado, el 17 de diciembre de 2019. Pero, igual, fue un público muy selecto, porque tocamos para filmar y tener material audiovisual. Ante el público general, la orquesta se estrenó el 25 de enero de 2020. Fue en un lugar bellísimo, en Sauce de Portezuelo, llamado Big Bang. Fueron 250 personas. Vendimos las entradas en una semana.

—¿Dónde se puede ver la filmación?

—En el canal de Youtube de la Orquesta de las Mil Melodías.

—Entiendo que la orquesta tiene un énfasis especial en la puesta en escena. ¿Cuál es el concepto visual?

—Una cosa es tocar de short y chancletas, y otra es tocar de traje, con 30 músicos y una puesta en escena coreografiada. La idea de la orquesta, su llamador, es que atravieses el umbral donde estás, físico, y te transportes a un sueño. Incluso los diálogos, las cosas que van sucediendo, tienen que ver con entrar en una dimensión mística. Hay mucho simbolismo, claroscuros.

—¿Hay diálogos?

—Improvisamos en el momento, pero la cosa es generar como si fuera un bar: nos gusta que la gente murmure. Tenemos carteles que dicen: «Aplausos», «Risas», «Ruido de bar»… Llevamos hasta copitas para que la gente las choque y aporte ese sonido al ruido ambiente. Y se graba todo ahí: las voces de la gente, todo. Los micrófonos están escondidos para que nadie se cohíba. Pero, claro, se le avisa a la gente que va a ser parte del programa de radio.

—¿Cuál es la formación de la orquesta?

—En total somos 29 más cuatro personas del staff, que son una vestuarista y asistente general, dos escenógrafos y un sonidista; también dos contrabajistas que se turnan y, además, hacen las luces. Como ellos leen música, está bueno, porque van acompañando con los climas lumínicos lo que pasa a nivel musical. Siete personas integran la base rítmica: pianista, guitarrista y mandolinista, lirista –¿viste esas liras militares?; Adrián pone la suya como si fuera un vibráfono–, dos bateristas, dos contrabajistas. Hay dos tenores saxofones, dos altos saxofones y un clarinete; también cinco metales: dos trombones, tres trompetas, tres violines. Y, finalmente, dos violas, un chelo y yo, que soy el director. Y hay dos chiquilinas y dos chiquilines que cantan. Todos tenemos seudónimos.

—¿Por qué? ¿Cuál es la idea de que los músicos creen –cada uno– un personaje?

—Los músicos no están acostumbrados a despegarse de sí mismos para tocar. Al principio yo les tiré la idea y no me dieron mucha bola, pero después se dieron cuenta de que poniéndose el antifaz y el vestuario, y sintiéndose en su personaje –visualmente, sonoramente, todo mente–, lográbamos 70 mil veces más: la energía se potencia. El personaje de una de las chiquilinas que cantan se llama Ganesha. Entonces ella se pone su traje y actúa como Ganesha. También hay otro que tiene un nombre francés y, al salir a tocar, toca como un francés. Incluso trata de hablar en francés, aunque no tenga ni idea de cómo se habla en francés. Eso implica meterse adentro del personaje. Y, bueno, al principio no lo entendían, porque que te transformes de ese modo no es un tipo de propuesta que se vea mucho. Es más, hoy en día se usa mucho que cada músico ponga su cara, su cuenta de Facebook, su cuenta de Instagram… Yo quise cubrir eso, y por eso los antifaces, que logran homogeneizarnos a todos.

—¿Y eso pensás que resalta la música?

—Claro, influye en la ejecución, porque el personaje no toca igual que el tipo; eso es lo interesante. Cuando lo ves, creo que lo sentís. La construcción escénica cambia radicalmente cómo pone el cuerpo cada persona. Los chiquilines no lo entendían hasta que lo sintieron. Incluso si el toque es solamente en radio y estamos en privado entre nosotros, también nos ponemos los antifaces y la ropa, usamos toda nuestra parafernalia, porque eso influye en el sonido. Yo hoy, para recibirte, iba a vestirme de mi personaje [me muestra un traje colgado en una percha, en un perchero cercano].

—¿Y qué tipo de música tocan?

—La mayoría de las canciones son mías o arreglos míos de canciones ya conocidas.

—¿Están compuestas especialmente?

—Sí, y además hice toda la orquestación, junto con Mauricio Sepúlveda. Es un repertorio de 35 canciones. Cuatro de ellas son exactamente sacadas, exactas, como hacían ellos, como ellos tocaban.

—¿Como hacían quiénes?

—Paul Whiteman, Duke Ellington, Count Basie. Más que nada, gente estadounidense, inglesa y cubana, porque tocamos también rumbas de los Lecuona Cuban Boys. Todo lo que tocamos lo hacemos al estilo sonoro y de ejecución de los años veinte y treinta, ponele. Ese es nuestro rango de influencia. Cabe recalcar que yo no quiero hacer una recreación. Nuestra orquesta es algo que sucede hoy, que viaja a través del tiempo. No lo hacemos igual, lo hacemos con un toque de cada uno, incluso uruguayo. No tenemos, acá, herencia de jazz. También trabajamos en una amplificación especial: para 29 músicos usamos cuatro micrófonos, nada más. Los micrófonos que usamos son antiguos también. Suena bajito, pero porque sonaba así. Eso me gusta mucho: respetar el tema del espacio sonoro, porque hoy en día se acostumbra tener todo muy cerca, la voz, la guitarra, el bajo. Me gusta la distancia, escuchar un piano de lejos, escuchar una trompeta, la lira que se cuela por el oído, que los violines tengan que hacer fuerza para tocar porque tienen que ganarles a las trompetas. Sacar la comodidad sonora de hoy día está bueno porque, además, es cómodo: las personas pueden charlar mientras escuchan la orquesta, no tienen que gritar para hablar con quienes tienen al lado. Creo que eso tiene que ver con respetar al público: no me gusta invadir a la gente con amplificación.

—¿Cómo llegó el jazz a tu vida?

—La persona que me influyó fue mi abuelo, Juan Lazaroff. Me dijo: «¿A vos te gusta Frank Sinatra? Tenés que escuchar a Bing Crosby». Yo tenía ocho años, diez. Me acuerdo patente de cuando me lo dijo, allá en Solymar. Y desde ese momento no sé qué pasó, pero empecé a escuchar esa música y empecé a averiguar. Antes tenías que averiguar abundante, ver qué era eso que escuchabas en las películas, descubrir el doo wop, todo eso. Y, bueno, recibí la influencia de ese sonido. Porque para mí no es lo mismo escuchar una big band con un sonido moderno: eso no me gusta. Me gusta el sonido viejo, analógico, duro; el sonido de Clarín, para la Cuenca del Plata.

—¿En qué formato escribís la partitura?

—Escribo en pentagrama y luego lo paso a Sibelius, un programa de computadora. Primero escribo las cosas a mano, todos los arreglos a mano. Voy imaginándolos. Después los paso a Sibelius para que quede prolijo y así puedo escuchar el arreglo. Eso es una maravilla, un golazo. Si hubiera tenido que escribir todas las partes con el piano, habría demorado muchísimo más.

—¿Cuánto tiempo lleva hacer un arreglo?

—Depende de la inspiración que tengas.

—Pero ¿cuánto tiempo te llevó componer toda esa música y arreglarla?

—Las 35 canciones me llevaron alrededor de seis meses de trabajo duro, de todos los días. Componer y orquestar es un trabajo que me motiva, pero tengo que trabajar mucho para que me guste, para que quede bien.

—¿Y qué pasó cuando les llevaste eso a los músicos?

—Mirá, fue una magia. Nunca les digo cómo tienen que tocar, pero ellos leen y la cosa se va armando. Suena. Tengo la suerte de haber encontrado músicos con los que –no sé por qué– hubo esa simbiosis, esa onda que necesitás para comunicarte. Bueno, lo único que les dije fue que no quería firuletes. Acá no hay Chet Baker ni Charlie Parker. Eso no va, no me gusta. Los cromatismos modernos no. Todo lo demás sí. Es una cuestión muy melódica, porque el jazz que me interesa tocar es el melódico, el primero, el bailable. No se trata de sonar como el jazz del 50 para adelante, sino del 43 para abajo, previo al final de la guerra.

—Todo el cromatismo no, entonces.

—No. El lucimiento personal tiene que ser melódico, no sarasa de cualquier cosa. Atonal, sí, pero melódico. Trabajar más el sentimiento dentro de lo melódico que los adornos. Sacar a Miles Davis del camino, no irse tan por las ramas, respetar la melodía.

—¿Cómo se te ocurrió ser director de orquesta?

—Entré en un mundo del que no tenía ni idea, porque yo venía del mundo de las bandas y la murga; ese era mi mundo musical. Y, de pronto, me empecé a rodear de personas que estaban en orquestas, que estaban en la del SODRE, en la Juvenil, en la Municipal, en la Montevideo Big Band, en la que tocan jazz más moderno. Y, bueno, empecé a ver la posibilidad de armar una orquesta. Entendí que me interesaba recrear lo artesanal, también en la forma de escribir, porque lo que compongo está sudado, está pasado por mi cuerpo. Y sí, después lo paso a la tecnología, pero lo artesanal es lo que más me mueve. Y los chiquilines al principio pensaron que era una locura, pero después se fueron colgando. Se empezó a volver algo real. Todos habían estado en orquestas, pero mucho más paquetas, sobrias.

—Tocando músicas compuestas por personas que no son el director o directora de la orquesta.

—Claro, exacto. Nosotros tocamos música que está compuesta para nuestra orquesta; a veces, para una ocasión particular. Hay arreglos que cambian para un toque y después no se usan más.

—¿Y la financiación? ¿Cómo se financia una orquesta por fuera del Estado?

—Hoy en día, ¿quién apuesta por una orquesta, no? Pero se hizo posible, está sucediendo. Yo nunca dirigí una orquesta en mi vida, pero, bueno, esto me sale; no sé. Siento que tengo que hacer la música que me gusta para poder escucharla en vivo, hacer la música que quiero escuchar, porque no la encuentro en otro lado. Claro, es muy difícil, porque invertimos e invertimos, tiempo y dinero, y casi no vemos un peso. Pero creo que lo bueno de esta orquesta es que es bailable, popular. La idea es que les guste a las personas, que sea linda de escuchar. No es easy listening, no es Mancini. Buscamos cierta contundencia en los arreglos. Pero no es modernista, no es vanguardista: es melódica. Y creo que en este momento, hoy en día, es vanguardista porque es melódica, porque tocar de forma clásica, hoy, es una acción de vanguardia.

—Eso también tiene que ver con transgredir las reglas de la música orquestal.

—Y sí, claro. Yo cuento: un, dos, tres, ¡va! Eso es impensado tanto en una orquesta de jazz como en cualquier otra. Un, dos, tres, ¡va! No va [risas]. Pero yo cuento así: un, dos, tres, ¡va! Yo qué sé, esa es mi forma de dirigir: un, dos, tres, ¡va! Y vamos para adelante. Se trata de apropiarse de lo orquestal y hacer, con eso, otra cosa, algo nuestro.

1.  La Orquesta de las Mil Melodías se presentará todos los domingos de setiembre en el teatro Stella D’Italia, a las 20.00.

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