Mis peores noches son cuando sueño con el trabajo. Estoy en una habitación y aparecen los nombres, los vip, los managing directors, que me piden cosas. Las llamadas no se escuchan del todo por el ruido externo y trato de descifrar qué es lo que me están diciendo. Sueño con el trabajo constantemente. Muerta de calor, agitada, pensando en lo que me aguarda al día siguiente, qué tipo de lealtad se esperará de mí. En mis sueños soy más productiva que en mis llamadas. Quiero que todo esté bien. En la vida real, en esos días en que tengo que despertarme y conectarme a la computadora y abrir el sistema, dejo que el sonido del teléfono corra, desconecto internet, me hago la estúpida. No digo ninguno de los scripts que tendría que decir. Mi calidad es bajísima. No me importa. Pienso: tantos años estudiando, escribiendo, dedicándole horas y horas a mi formación para esto. Para tener que responder al grupo de Calidad que me exige, cada vez más, una simpatía que no tengo.
Calidad nos pide varias cosas: que seamos empáticos («I apologize for the inconvenience»), que tengamos ownership de la situación («Don’t worry, I will take care of this»), que les expliquemos las cosas a los clientes («The server is down», «these computers tend to disconnect the drivers») y que digamos la encuesta final y el branding («You will receive a short survey in your email, thank you for calling, Virtual Tech Connect»). El maldito survey. El patetismo de verme sentada frente a la computadora, con el headset puesto, hecha una máquina de nada, de estupidez, de idioma.
Lo único que tengo es mi manejo de la lengua. No sé nada de computadoras. Todo lo que aprendí en estos ocho años morirá en estos ocho años. Mi experiencia laboral se resume a saber pelear con Recursos Humanos. Se reduce a que me importe cada vez menos lo que puedan decir de mí, lo que puedan reprocharme. Que me reprochen no decir el survey, que me reprochen no arrastrarme por el piso pidiendo que califiquen mi servicio, servicio que no quiero dar, que no me interesa dar, que me parece inútil dar. Que solo funciona como engranaje en una maquinaria mayor de números que no significan nada fuera de esta pecera de escritorios sucios y moquettes con olor a humedad.
Dice Mark Fischer: «Un encuentro cercano con el call center de una empresa es lo más parecido a una experiencia directa y personal del carácter descentrado del capitalismo». Los que llaman a un call center se enfrentan también con los parámetros que los trabajadores están obligados a seguir, con la maquinaria tardocapitalista –en la que el agente repite siempre el mismo guion– sin terminar de dar una solución real al problema. La empresa delega en él una serie cada vez más distinta de problemas creados por las propias trabas del sistema que efectivamente reproduce. El agente es un robot, una máquina que repite algo en lo que no cree y que no puede alterar.
Hace poco vi un video de un hombre estadounidense que llamaba a un call center por un problema con su seguro médico. La situación era terrible: después de pedir una ambulancia había recibido dos facturas, una de su seguro médico y otra que había sido enviada antes de declarar que tenía un seguro médico, por lo que el monto era mucho menor. Y el agente del call center no tenía nada más que argumentar; que eso era la ley, que así funcionaba. Nada más que eso, una y otra vez. Porque un agente de call center no es un experto en leyes y decretos. Así como tampoco yo soy una especialista en informática o programación, apenas una estudiante de Letras, y no puedo decirte por qué el servidor falló, solo sé que sencillamente lo hizo. Tal vez la mejor solución es reiniciar la computadora, apretar el botón de encendido por 40 segundos. Ver qué pasa.
Calidad escucha cada una de las llamadas. Monitorea cada cosa que sucede en la pantalla, cada paso que se da, cada conversación que se tiene por chat. Porque la pantalla se graba en busca de cualquier detalle que salga de la norma. Mails eternos diciendo cómo todo fue hecho a la perfección, pero que el silencio fue muy largo; que tal vez en los 40 minutos que duró el proceso de instalación debería haber hablado con el yanqui displicente que no entiende del todo mi acento y que no le importa que en Uruguay ahora haga calor o que haya más vacas que personas. El sueldo variable depende de mi facilidad para la cháchara.
Hay procesos que llevan media, una hora. Pero eso funciona en detrimento del agente, que debe tener llamadas cortas y resolver los problemas, no vaya a ser que alguien que sí estudió programación y que sabe de qué están hechos los servidores tenga que trabajar. Cada minuto está perfectamente monitoreado, cada silencio, cada palabra. Y el cliente, por supuesto, siempre tiene la razón. Hasta cuando te insulta, hasta cuando se niega. «Por algo será» que pidió hablar con el supervisor, que al final le dijo exactamente lo mismo.
En su libro Alta rotación, Laura Meradi cuenta su experiencia en un call center: el requisito excluyente era un dominio nativo del inglés. El menor rasgo de acento, el menor tropiezo equivalen a una falta grave. No importa lo que se esté diciendo, importa que se diga bien, con expresividad yanqui, con las modulaciones correctas.
El último comentario que recibí decía que «se escuchaba que del otro lado del teléfono estaba sonriendo». Que en mi papel de sierva estaba sonriendo. Ese encanto de trabajar en atención al público, donde no importa qué tan grave o qué tan simple sea el problema; lo que cuenta es la sonrisa. Y que uno sea feliz mientras recibe insultos y malos tratos, cuando es tratado como un ser humano de diferente categoría. Sentada ahí, con el headset, esperando que caiga la próxima llamada, para perder, por esas nueve horas, la poca dignidad que me queda.
Llamada tras llamada, los 40 segundos para hacer los tickets se van volviendo cada vez más cortos. El tiempo se modula de forma distinta cuando se está en el call center. Todo tiene que ser hecho al mismo tiempo, porque la información tiene que ser dada ya, al instante, y que de esa forma pase por las distintas áreas de control. No importa si el día está pesado, y casi todos los días son pesados. Mientras se escribe el nombre del cliente, se tiene que explicar también, paso por paso, qué fue lo que se hizo en la llamada anterior.
El tiempo corre distinto: para ir al baño hay que pedir permiso, esperar los diez, 15 minutos que pueden demorar en contestarte. No importa qué tanta gente haya disponible; lo que cuenta, para los supervisores, es tener control sobre la biología del subordinado. Las horas del almuerzo están perfectamente contabilizadas, un minuto extra y empiezan a llegar los mensajes.
Así se me fueron ocho años de la vida: trabajando en algo que no me va a servir para nada. Porque el call center no sirve para nada: no sirve como parámetro de excelencia, no sirve para demostrar talento. Es solo trabajo, solo maquinización. Volverse, por un rato –el rato más largo del día–, la versión menos humana de una misma.