Un fantasma en el espejo - Semanario Brecha

Un fantasma en el espejo

Rojo. Benjamín Naishtat, Argentina, 2018.

Rojo.

A pesar de las muchas películas, recientes y no tanto, sobre la última dictadura militar argentina, es difícil encontrar en alguna la temática que Rojo1 encarna de modo magistral, tanto en su forma como en su contenido: la complicidad civil y el modo en que el orden estatal que se estableció con el golpe de Estado respondió a los intereses directos de un gran sector de la sociedad. Y aun más que eso: la tesis de la película es que, más que a una confabulación momentánea, la instalación de la dictadura respondió a una mentalidad largamente instaurada, dominante, vinculada al disimulo, la hipocresía, el miedo, la mezquindad, el abuso y la violencia cotidianos, tomados como normales dentro de la sociedad.

Hay algo de verdadera máquina del tiempo en esta película que pinta el año 1975 (los albores del golpe del 76) desde la intimidad de una familia de pueblo de provincia, y que con un recorte completamente arbitrario logra recrear, sin grandes aspavientos, el clima de época que dio lugar a esa asesina restauración del “orden social” que supuso la dictadura, y que vino a concretar el deseo de miles de argentinos que se sentían amenazados. No se cuentan los grandes sucesos históricos (el enfoque se parece un poco al de la gran novela Ojos de caballo, de Henry Trujillo, donde el horror político sucede en un fuera de campo que afecta de modo casi tangencial a los personajes del pueblo), sino que son las pequeñas acciones de la gente las que dan cuenta de lo que está sucediendo: un diálogo, un enfrentamiento, un cuerpo en la intimidad, ejerciendo el poder en su espacio vital, de un modo determinado, que es ese tan conocido y no otro, y que por eso nos incomoda. Es que Rojo tiene el efecto de un fantasma en el espejo: nos encuentra con el malestar de que hay algo que, aunque pensamos que estaba superado, nos acecha, incólume, en la verdad del pasado.

Filmada con lentes de la época, tomando en cuenta el cromatismo fotográfico y los recursos de montaje que se usaban en ese tiempo, Naishtat realiza un ejercicio de apropiación estética que se llena de sentido al observar la situación política del presente en América Latina, y en Argentina en particular. Su película es una respuesta contundente al negacionismo macrista, que trata de torcer la memoria nuevamente hacia un relato casi heroico de la acción militar y policial durante la dictadura –y que supone una nueva restauración de cierto orden social amenazado por el relato que las políticas de derechos humanos, llevadas adelante durante el kirchnerismo, dejaron emerger–, pero además dobla la apuesta, responsabilizando a cierta clase social, burguesa, existente en todos los pueblos y ciudades de provincia, de entrar en complicidad directa con el acto de torturar, matar y desaparecer en silencio a aquellos ciudadanos que no cumplieran con el mandato cristiano de la tradición, la familia y la propiedad.

Darío Grandinetti está en uno de los mejores papeles de su carrera, haciendo de profesional acomodado, miembro privilegiado del círculo poderoso de su entorno cercano. Su estilo de actuación encarna también el imaginario de los setenta, esa cosa teatral y solemne, pero ya no como error de calidad por la falta de un supuesto realismo, sino desde la conciencia absoluta de un director que está jugando y dando vuelta la dimensión simbólica de la propia historia del cine argentino. Porque Rojo es también representación de la representación, reproche a cierto esquema audiovisual e industrial que fue cómplice en mostrar una Argentina sin fisuras, fascinada en secreto por el espectacular modo en que corría la sangre. El talento y el compromiso de Benjamín Naishtat y su equipo de laburo nos acerca al espejo para llevarnos de nuevo a esa eclipsada y roja Argentina del horror, con personajes que todavía parecen aplaudir y reírse de nosotros desde el pasado y desde el futuro.

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