La autoconciencia que tenía Agnès Varda con respecto a su trabajo es realmente una locura, o tal vez un milagro, o las dos cosas, no sé. Es increíble que nos haya dejado esta película, este testimonio de su paso por el mundo, de su manera de pensar el arte, de hacerla y compartirla. En el vasto territorio de las autobiografías, no logro imaginar una más coherente, no sólo por su fidelidad al estilo de su autora, a su particular sentido del humor y de la belleza, sino porque carece, realmente, de toda solemnidad. Varda se ríe con nosotros de su propia muerte porque sabe que la vigencia de su obra crece con el tiempo, y que estará viva para siempre en la historia del cine, con su pequeño cuerpo de abuela y la potencia imparable de su creatividad. Pero todavía es más profundo que eso, porque esa sabiduría no es la que puede esperarse de alguien genial, que se para en el pedestal de la experiencia y el éxito –lo que estaría muy bien, porque ella tenía todo eso y lo merecía–, sino que encima nos reconforta, hablándonos desde la más lisa cercanía, como si nos dijera “tranquilos, muchachos del cine, que me voy, sí, pero también me quedo acá, con ustedes y en ustedes”.
Varda por Agnès se abre como una clase magistral, donde la directora cuenta a varios jóvenes detalles sobre sus primeras películas, sus métodos y desafíos, su amor por el documental, su tránsito al cine digital y, finalmente, a los circuitos del arte contemporáneo. Pero, fiel a sí misma, no mantiene un orden cronológico, sino que trabaja con un mecanismo de asociación libre, conectando sus reflexiones de forma casi caprichosa. Así, aparecen varios de sus cómplices, las personas que filmó y la acompañaron a lo largo de su vida, siempre en diálogo con ella y desde la más sencilla espontaneidad. Entonces, el disfrute de esta película no radica solamente en volver a visitar su obra, tan única y vital; también nos alivia ser testigos de la cantidad de amor de la que fue objeto, al poder constatar que tuvo esos abrazos, ese cariño que hubiéramos querido darle todos quienes fuimos profundamente marcados por sus películas, que nos dicen que es posible hacer arte con lo que tenemos alrededor, con lo que hay, y que la sensibilidad no tiene nada que ver con el dinero, y que lo que sale de uno mismo vale porque antes no existía, porque filmar es detener un tiempo que se va, que se ha ido, y que de otra manera nunca hubiera dejado huella. Porque Varda tenía un modo muy hondo de filmar a la gente. Su respeto y fascinación genuinos por los demás son algo muy difícil de encontrar en un director de cine. No es esa la tradición masiva que quedó de la nouvelle vague, ni mucho menos; todavía no logramos que se discuta realmente la función social de la generación de imágenes, y cómo no alcanza con filmar sobre un tema, sino que lo que importa es cómo filmamos a las personas, desde qué lugar; en eso, ella sigue siendo vanguardia aun después de muerta, y esta película lo demuestra.
Agnès era todopoderosa: lograba hacer arte de altísimo nivel en términos compositivos y técnicos sin descuidar, ni un segundo, la calidad humana de sus proyectos, la dimensión de vida que tiene la factura del cine, su condición colectiva y política. En este trabajo, de algún modo, se hace cargo de que la guerra y la violencia quedaron casi fuera del campo de sus películas, y monta una secuencia de material de archivo que está entre lo más desgarrador que he visto últimamente, porque contiene el dolor de reconocer que hay formas de representación de la realidad que no hacen más que reproducir hasta el infinito ese horror y esa violencia, sin ninguna capacidad de transformarlos en otra cosa. Por eso tu partida, Agnès, duele tanto, porque sabías cambiar el mundo. Aquí nos queda tu último aporte, pequeño y frágil pero eterno, como un granito de arena.