Si parecía imposible decir –filmar– algo nuevo sobre el Holocausto –casi una blasfemia, después de la Shoah, de Claude Lanzmann–, El hijo de Saúl viene a demostrar que, aunque el infierno siga siendo el mismo, la mirada sobre él podrá ser radicalmente distinta a todo lo enfocado antes.
El guión es de una extrema sencillez, una sencillez al límite: Saúl, prisionero húngaro en un campo de concentración –Auschwitz, casi sin duda– es un sonderkomando, es decir, uno de los reclusos encargados de trabajar en el campo. Sus tareas pasan por revisar la ropa de los que vienen llegando para encontrar alhajas o dinero, arrearlos a la cámara de gas, trasladar cadáveres de allí a los hornos, sacar las cenizas, limpiar los recintos, etcétera. A la vez, participa con otros como él en la preparación de un plan de rebelión y fuga, desde la certeza de que el tiempo extra que les es acordado por su trabajo es a término, y que más temprano que tarde correrán el mismo destino de todas las otras víctimas de la “solución final”. Pero el hallazgo de un niño agonizante, que sobrevivió al gas durante algunos minutos le planta una obsesión: Saúl dice que es su hijo –nunca sabremos si de verdad lo es o no– y quiere enterrarlo de acuerdo a la tradición, para lo que se hace con el pequeño cadáver y, a riesgo de balas alemanas, busca un rabino para que diga la oración correspondiente. Su obsesión lo distrae de lo que tiene que hacer para el plan de evasión, mereciendo de un compañero la frase: “has cambiado a los vivos por los muertos”.
Este mínimo relato adelantado desde la placidez del papel es una síntesis de lo que el espectador irá descubriendo a medida que transcurre la película. Lo extraerá de a tirones, en medio de una confusión que lo irá envolviendo y aturdiendo –a menos que salga de la sala–, porque lo importante es cómo lo irá descubriendo. Como si fuera un prisionero más, el mirón será tragado por un universo estruendoso –gritos, llantos, frases en varios idiomas, golpes, tiros, ruido de cuerpos empujados– mientras verá obsesivamente la nuca o la cara de Saúl, de la que no se desprende una cámara inquieta que traza interminables planos secuencia, a la vez que atisba, con la brevedad de un parpadeo, retazos de imágenes de cuerpos vivos o muertos, de herramientas, de cenizas, un extraordinario fuera de campo –sólo Saúl está en foco, lo demás, velado por el desenfoque, como en las pesadillas– que en su no mostrar impacta muchísimo más que si mostrara. Ahí está esa conjunción de ruidos infernales que completa el vertiginoso rito del exterminio que el espectador no ve, pero se siente sumergido en él. Es una película casi insoportablemente física, en la que el tránsito en pos del cometido de Saúl – Géza Röhrig, un rostro que parece moldeado para expresar esa sobrehumana y extrema decisión–, caminando frenéticamente con una determinación que parece la de una máquina en ese escenario replegado visualmente pero por ello triplemente presente, es como el hilo de lo humano, lo que queda de él cuando “lo humano” parece definitivamente aplastado.
Película durísima, tiene esa cualidad que muy pocas ostentan. Sigue en la cabeza de quien la vio, es revivida, completada, repensada mucho después de apagadas las luces de la sala.
1. Saul fia. Hungría, 2015.