De una escritora feminista convocada a contar el rodaje de una película dirigida por una mujer cabía esperar un mandala de libros posibles. El que salió, y la autora argentina presentó en Montevideo,¹ prueba que una crónica buena, y breve, es dos veces literatura.
—¿Cómo fuiste a parar a la filmación de la película de Lucrecia Martel?
—Zama es un proyecto que dio muchas vueltas antes de que Lucrecia pudiera concretarlo, y como los productores argentinos de la película querían acompañarla con distintos eventos, me invitaron a hacer un libro sobre el rodaje, el que quisiera. Esa libertad a la hora de escribirlo jugó en contra; tardé bastante en encontrarle el estilo y el rumbo.
—¿Por qué te parece que fuiste la elegida para ese trabajo?
—Con Lucrecia somos amigas, leyó mis libros, trabajamos juntas en un proyecto que no prosperó y ambas manejamos universos similares.
—Leí el libro y su título, El mono en el remolino, no figura.
—No está; lo gracioso es que tampoco está en la película esa imagen con la que principia la novela de Antonio di Benedetto que la inspiró, y muestra a Diego de Zama en el puerto, aguardando con desesperación noticias del traslado a España que solicitó, y nunca llega. En eso ve el cadáver de un mono girando en el agua y concluye que están, el mono y él, girando en un círculo sin salida. Me sentí un poco así, como te contaba, cuando no le encontraba la anatomía al libro.
—El personaje al que la narración le concede más tiempo es femenino, ¿fue una decisión consciente?
—Por completo; esa mujer era la referente social del barrio de Formosa donde vivía, manejaba un comedor comunitario y todo el mundo la quería. Me relató una toma de tierras por mujeres indígenas quom; de acuerdo a lo que percibí, y ratificaron integrantes del equipo de producción de la película, entre los quom las que organizan la vida son las mujeres. Los hombres, en general, no trabajan, tienen problemas de alcoholismo, y así. Ellas los presionan para que asuman responsabilidades.
—La novela El viento que arrasa (Mardulce, 2012) te instaló en el podio de la crítica especializada. Sin embargo fue con un ensayo de periodismo narrativo sobre femicidios, Chicas muertas (Random House, 2014), que rebasaste la comarca literaria.
—Chicas muertas me dio la oportunidad de reenganchar con el periodismo que me había atraído desde chica y comencé a estudiar, para abandonarlo casi enseguida por la carrera de letras. Pude cruzar, en ese texto, no ficción y relato, y darle voz a personajes marginales del Interior argentino, que suelo frecuentar.
—Hablando de infancia, ¿venís de un hogar lector?
—Me gustó leer desde niña; mis padres no eran lectores, pero en esa época –los setenta y ochenta– en todas las casas había novelitas, revistas, historietas. No sé si acá llegaban, pero estaban las revistas de la editorial Columba.
—Llegaban; algunas de las que recrearon mi adolescencia en Salto fueron D’Artagnan, que traía al destellante Nippur de Lagash, Fantasía, El Tony, Intervalo.
—Magnum, sí, mi padre las leía; mi madre leía alguna novelita, mi abuelo materno a Julio Verne; yo sacaba libros de la biblioteca escolar y de la popular que había en el pueblo. Al contrario de mis hermanos, me gustaba leer.
—¿Cómo era tu pueblo?
—Chico, una transición entre ciudad y campo. Mi infancia transcurrió al aire libre.
—¿Desde cuándo vivís en Buenos Aires?
—Desde el año 2000.
—Atípica adaptación a una gran urbe, viniendo de una mujer de pueblo.
—Antes viví diez años en Paraná, que no es gran urbe pero es ciudad; me gustan los pueblos como escenarios de historias ricas y personajes potentes, pero no podría vivir en ninguno. La vigilancia que ejercen sobre tu privacidad me agobia. En Buenos Aires, igual, vivo en el barrio de Flores.
—El de los hombres sensibles de Flores, Dolina dixit.
—Sí, tiene una escala familiar. Como felizmente no trabajo en el microcentro ni estoy obligada a viajar en horas pico, me doy algunos lujos como el de dormir la siesta. Hago vida provinciana en Buenos Aires.
—¿Cuánta presencia tiene, en tus ficciones, el paisaje entrerriano?
—Todo lo vinculado a Entre Ríos está en mi compilación de cuentos El desapego es una manera de querernos (Random House, 2016). Las novelas, a su vez, están ambientadas en el Chaco, que es otra cosa, tanto en lo paisajístico como en la idiosincrasia. En El desapego… hay un cuento inspirado en Uruguay; yendo una vez hacia la zona de Rocha vi en la ruta un cartel que decía “Aquí se fabrican prótesis ortopédicas”, y la flechita correspondiente señalaba una casa de campo en medio de la nada. “El dolor fantasma”, se titula ese cuento.
—Chicas muertas te presentó como escritora feminista, ¿te identificás con ese apelativo?
—Claro, tenía sospechas de que lo era y hacer ese libro me lo confirmó (sonríe). No sólo hacerlo, sino ponerle el cuerpo.
—¿A qué aludís con ponerle el cuerpo?
—Ir a todos los lugares a donde me convocaron para hablar sobre él, desde centros educativos a mesas sobre género y literatura, feminismo y literatura, etcétera. Ámbitos a los que no me llevaron mis otros libros y que me gratifican mucho; los colegios, por ejemplo. Allí se ven los matices entre chicas que no tienen nada claro y las que están más claras que muchas mujeres mayores.
—Los varones, ¿cómo te reciben?
—La mayoría dejan entrever que están pensando “este tema no es nuestro, es de las chicas”. Me esmero, entonces, por demostrarles que también es de ellos.
- El mono en el remolino, notas del rodaje de “Zama”, de Lucrecia Martel, Selva Almada, Literatura Random House, Buenos Aires, 2017, 96 págs.
Selva Almada Carroz nació el 5 de abril de 1973 en Villa Elisa, Entre Ríos, Argentina.