El lunes, con 17,7 puntos de rating (casi 220 mil espectadores sólo en Montevideo), se estrenó en Canal 10 Got Talent Uruguay. Se trata de la versión local de un formato televisivo estadounidense que se presenta como “el show más exitoso del mundo”. El programa, que se ha replicado en decenas de lugares a lo largo de los años, consiste en un certamen de talentos variados en el que el jurado –famosos pertenecientes a la farándula de cada país– da su opinión sobre las performances artísticas de los participantes y decide si “pasan a la siguiente fase” o se van para su casa.
La receta para la masividad comunicacional no se encuentra nada lejos de otras formas clásicas de acumulación de capital que se despliegan en nuestra globalización pandémica. Con un método bastante similar al que utiliza una fábrica de celulosa cuando contrata mano de obra barata, la producción del reality dispone de bienes y servicios locales que incluyen, como primer insumo, los cuerpos de personas “reales” que brindan, en su mayoría, su trabajo de forma casi gratuita –trabajo que, muchas veces, es producto de años de formación y entrenamiento– a cambio de la promesa de algunos minutos de fama.
A su vez, igual que en otros procesos vinculados a la economía multinacional, el diseño general –visual y sonoro– no tiene vínculo, de ninguna manera, con ideas uruguayas. La creación estética responde a un cúmulo de estándares predefinidos y la aspiración mayor parece ser que lo que veamos en la pantalla se parezca lo más posible al formato original, ese que la gente ya conoce porque lo consume en Internet o en canales internacionales. Parafraseando a Zitarrosa, “el canal uruguayo” nos presenta, como un espejo de oscuras verdades, una especie de inversión del “Uruguay for export”, ahora plenamente globalizado. A diferencia de lo que sucedía en los setenta, el imperialismo cultural ya no resulta una vergüenza, algo que puede ser favorable esconder o disfrazar: la importación del gusto global masivo se ostenta como un honor, como algo de lo que debemos sentirnos orgullosos.
En cuanto a la mirada del talento que el programa propone, a simple vista la gran triunfadora parece ser la variable de calidad, excusa perfecta para justificar la selección de los artistas que, supuestamente, cumplen los requisitos –nunca explicitados– para estar a la altura de mostrar su arte más de una vez. Para el espectador, lo divertido será distinguir, dentro del anónimo populacho, lo “bueno” de lo “malo”, lo “destacable” de lo que no lo es, con el condimento de comparar a unos con otros, porque la competencia es entendida como la ordenadora natural, confiable y preclara de las jerarquías estéticas.
No parece casual que, en el programa más visto y comentado de la nueva normalidad de derecha, una de las estrellas sea Orlando Petinatti, quien, gracias al nuevo contexto, vuelve, después de muchos años, a la televisión. Por ser el ícono de una sensibilidad para la que es moneda corriente usar las vidas ajenas como insumo para acumular rating, resulta lógico que se lo haya convocado para ser “el malo”, el patriarca que, a pesar de que sus compañeras mujeres sientan empatía por los participantes, tiene la acidez suficiente como para humillarlos sin que le tiemble el pulso.
En ese sentido, el trabajo de significación con el espacio es, semióticamente, bastante burdo y parece remitir al viejo motivo arquitectónico del Coliseo romano: en medio del público anhelante, furioso, se encuentran en la primera línea los jurados, esas figuras autorizadas que cuentan con la investidura suficiente como para imponer sus subjetividades a las de los demás. Como césares posmodernos que suben o bajan sus pulgares, no han sido puestos ahí por tener méritos racionalmente comprobables, sino porque, aun con diferentes procedencias, forman parte de esa casta heroica de uruguayos que han logrado el tesoro máximo al que puede aspirar un “artista”: la masividad. Entonces, aun cuando parezca que la variable de calidad es la que ordena quiénes valen más y quiénes menos, lo que en realidad se festeja –y lo que se busca, el ansiado objeto aspiracional al final del arcoiris– es la fama, el éxito masivo. “Nueva Roma, te cura o te mata”, decían los Redonditos de Ricota a inicios de los noventa. Extraño déjà vu.
El mensaje continuo y estridente de que la legitimación a la que debe aspirar un artista es, por un lado, ser mejor que los demás –como en una competencia deportiva– y, por el otro, alcanzar la masividad opera en consonancia con la idea de que, en el contexto del coronavirus, el mayor problema de que se haya parado el sector cultural es que los artistas “no tienen para comer”. Más allá de la gravedad de que las personas puntuales necesiten reactivar su economía, la dimensión social del asunto aparece en los discursos y en los medios como si se tratara sólo de eso: que los actores de la cultura no tienen trabajo. Nadie se pregunta qué es, verdaderamente, lo que una sociedad pierde cuando no tiene cines abiertos, ni teatros, ni festivales, ni ciclos de lectura, ni museos, ni música en vivo. La pérdida de sentido de la actividad artística como algo que va más allá de lo meramente comercial anula su potencia política, desvaloriza su condición transformadora, minimiza su papel a la hora de propiciar formas complejas del deseo y el placer que estimulen maneras nuevas de vivenciar los vínculos humanos. Cuando todo a nuestro alrededor conspira para que el territorio de lo simbólico se vuelva un desierto, ¿queda algo más que salir desesperados a intentar conseguir clics o prestar nuestras ilusiones para que la gran máquina global nos extraiga la energía y acumule más y más capital?
Pero la cultura no es sólo el arte. En el sistema republicano representativo, las elecciones también funcionan con la lógica de un programa de televisión: sale elegido el más mediático de los candidatos. En ese sentido, no deja de resultar sintomático que el novel presidente no tenga ningún vínculo, perceptible por la gente, con elementos procedentes de la cultura uruguaya. En la derecha reciente, Sanguinetti y Batlle respondían a una mentalidad eurocéntrica para la que el arte y la cultura todavía operaban como algo importante a cultivar, a ostentar. Lacalle Herrera supo estar cerca de la tradición del poncho blanco, esa estética ruralista cuya herencia fue honrada cuando, para la asunción de su hijo, su partido hizo entrar cientos de caballos a 18 de Julio. Pero Luis Lacalle Pou parece estar asociado, solamente, a las fiestas electrónicas y el pop-rock. Aun más que Mauricio Macri –quien al menos tenía una conexión notoria con Boca Juniors–, podría ser el mandatario elegido por la nueva derecha de cualquier país del mundo. Es un presidente global, un presidente “Got Talent”.