El año que viene Astor Piazzolla cumpliría 100 años. Visto así, de afuera (porque uno no es un tanguero, menos de esa época, ni de Buenos Aires, por lo que siempre será «de afuera»), Piazzolla surge de la rama que construyó Aníbal Troilo en plena primera mitad del siglo XX. ¿Qué distingue la música de Piazzolla de la de Pichuco? No es que Pichuco fuera un conservador, un clásico: él también renovó, aportando una sutileza interpretativa y, sobre todo, una emotividad particular al bandoneón y la orquesta, características que sobrevivieron a los distintos arregladores con los que contó en décadas posteriores, entre ellos, el propio Piazzolla.
¿Qué agregó, entonces, Piazzolla al tango? Aparte de una libertad armónica sin precedentes en el género, hay un aporte rítmico clarísimo: sus tangos usan mucho más el 3-3-2, presente en muchos géneros afroamericanos (aunque en música siempre es aventurado decir de dónde vienen las cosas), que el tiempo más machacado del clásico dos por cuatro, que en muchos casos es, más bien, un cuatro por cuatro. Otra innovación consistió en la alternancia de partes claramente definibles como adagio y allegro (digamos, lentas y rápidas), más propia de formas «cultas». Mecho acá un detalle casi anecdótico que no sé si inventó él, pero que a esta altura es un sello de fábrica: el percutivo «yiquiyiquiyic yiquiyiquiyic» que hacen violas y violines cuando se frota la parte de las cuerdas que habitualmente no se usa, entre el puente y el cordal. Y agrego: la introducción de instrumentos ajenos al tango, a veces provenientes del jazz o el pop.
Pensando en lo detallados que eran sus arreglos, es probable que Piazzolla haya tenido que ver con la partiturización del tango, que antes dejaba más libres a los intérpretes. Eso mismo puede estar relacionado con que se lo considere una especie de puente entre el tango y la música clásica, e incluso con que se lo valore por eso. Erróneamente, claro: la riqueza de su música está en su música misma, no en unos papeles; se puede escribir partituras milimétricas con las que no pasa nada o hacer músicas geniales en las que ninguna nota está escrita. Eso, hoy, lo tiene claro todo el mundo, pero, igual, se sigue considerando que unas notas que cuelgan de un pentagrama le dan más seriedad a la música, cuando la escritura es sólo una herramienta para fijar y transmitir algunos de los elementos que la conforman.
Piazzolla se asumió como vanguardista, inventó un sonido nuevo, claramente distinguible, lo trabajó, lo exploró hasta el cansancio y, sobre todo, lo defendió fieramente –creando y tocando– de los ataques a los que fue sometido por tangueros menos proclives a las cosas raras. Y ganó. Hoy su importancia es indiscutida, más allá de gustos y opiniones, y tal vez su único defecto sea esa especie de sensación de circuito cerrado del que es muy difícil salir una vez que se entra: todo lo que tiene algo de Piazzolla es Piazzolla. Exagero, pero hay algo de eso.
El Quinteto Astor Piazzolla, de Argentina, acaba de sacar un nuevo disco con unas cuantas piezas –no necesariamente las más conocidas– del músico. Pablo Mainetti (bandoneón), Nicolás Guerschberg (piano), Serdar Geldymuradov (violín), Daniel Falasca (Contrabajo), Armando de La Vega (guitarra) y Julián Vat (dirección) forman un equipo hiperprofesional y muy conocedor de la obra de Piazzolla, de la que vienen difundiendo aspectos poco conocidos desde hace más de dos décadas. El álbum se llama Triunfal, como una de las primeras composiciones del músico, y está en Spotify.