Un roble de traje y corbata - Semanario Brecha
José Wainer (1938-2025)

Un roble de traje y corbata

Fernando Morán.

Tenía el porte de un roble, poderoso y sin hojas. Era peladísimo. Podía parecer un burócrata sin alma, forjado a puro expediente, implacable. O acaso un diplomático de alto vuelo, un embajador plenipotenciario de alguna república soviética o un nazi de película, de aquellas que daban en las matinés. Actor de reparto, una fija.

Alto, elegante, siempre de traje (gris claro de preferencia), corbata al tono y camisa blanca, atildado y serio. A primera vista daba miedito. Por alguna razón, su calva ayudaba. Impávido, a quienes no lo conocían su esporádica media sonrisa, breve y enigmática, les helaba la sangre. Por el contrario, quienes nos considerábamos sus amigos nos divertíamos con esa especie de no gestualidad que en él era toda una seña de identidad.

José Wainer está muerto y eso es una calamidad nacional. Inevitable, pero calamidad al fin. Fue abogado, defensor de causas justas, cinéfilo memorioso, gran lector y, sobre todo, una bellísima persona. Un hombre bueno en el buen sentido de la palabra. Cuando la dictadura lo destituyó de la universidad, a la que había ingresado por concurso, se puso a trabajar en la defensa de presos políticos junto con Azucena Berrutti, a quien acompañaría décadas más tarde en el Ministerio de Defensa Nacional como director general de Secretaría, siendo el primer civil en nuestra historia en desempeñar tan alto cargo.

Y él fue, junto con mi queridísima Laura Oreggioni, el salvavidas al que me aferré con toda mi alma en 1985, cuando llegué casi desnudo de un largo y amargo exilio. Él me llevó a las primeras reuniones de lo que después sería Brecha, este semanario que vive y lucha pese al tiempo y a todo lo demás, y en el que trabajé desde antes del número cero. Con Pepe Wainer, Laura Oreggioni y sus respectivas parejas mantuvimos muchas charlas fermentales, tanto en lo de Laura, allá en el Molino de Pérez, como en la casa de la calle Aconcagua, donde vivía José. Siempre había gente allí, entre otros, Ernesto González Bermejo, el desopilante flaco Toja, a veces Galeano, en ocasiones Svirsky. Recuerdo que Mabel, muy solícita, me convidaba con unos quesos que según ella eran «bien nutritivos». Yo debía trasuntar cara de hambriento, y por eso recibía un trato preferencial. Después nos íbamos a las reuniones.

El ambiente en esos encuentros era fraternal y animoso. Todo el mundo tenía ganas de sacar de nuevo Marcha. ¡De vuelta al camino! Dábamos por descontado que así sería. Sin embargo, el primer baldazo de agua fría llegó de la familia de Carlos Quijano, que no quiso bajo ningún concepto autorizar el uso del nombre. «Marcha no». Y punto. No hubo manera. Así que la ilusión de Marcha se convirtió en la realidad de Brecha. Como escribiría después Juan Gelman en una breve carta, desde la distancia y, supongo, algo amoscado (él siempre estaba caliente por algo), «la diferencia de Brecha con Marcha es un mar». Ingenioso, verdadero y un poquito injusto.

Pepe Wainer fue el primer editor de las páginas culturales de Brecha. Contrario a la leyenda, siempre se comportó con extrema flexibilidad y bonhomía. Le gustaba encontrar gazapos en los originales de los colaboradores y corregirlos sin decir palabra. A veces me los daba para ver si yo era un hombre leído o un simple chanta. En los primeros números tuvimos líos monumentales con poetas, críticos de cine, gacetilleros diversos. Uno que recuerdo fue a propósito de la traducción de El capital al español, una obra notable realizada por el uruguayo Pedro Scaron en los años setenta. Alguien (no recuerdo quién) cuestionó la idoneidad de Scaron para semejante traducción. Pepe Wainer fue al hueso, demolió al cuestionador con argumentos más que sólidos, mostró un conocimiento enciclopédico sobre Marx y El capital, y apoyó en todo momento a Scaron, quien vivía en París y gozaba de gran prestigio intelectual.

Con Wainer fuimos juntos en varias ocasiones a las proyecciones privadas que se hacían antes de los estrenos en exclusiva para la prensa, en las salas de cine. Casi siempre él salía de la sala con alguna objeción. Nunca estaba conforme del todo con la película que acababa de ver. Ladeaba un poco la cabeza y con eso era suficiente. Sin embargo, recuerdo que una tarde fuimos a ver Runaway Train, la historia de Akira Kurosawa, en la sala de Cinemateca de la calle Carnelli. Durante la proyección solamente estábamos en la sala nosotros dos y Manolo Martínez Carril, el gran hacedor de la institución.

A mí me pareció entretenida la peli, pero poco más. Wainer, sin embargo, salió entusiasmadísimo, aunque se cuidó de hacer comentarios o gestos ante Martínez Carril. Nunca supe si entre ellos había algún conflicto o si era apenas otra forma de ser bromista de ese crítico de cine tan sui géneris que era Pepe.

La vida nos llevó por caminos coincidentes pero distintos, y ambos acabamos por abandonar la redacción de Brecha. Luego nos vimos algunas veces, casi siempre en los alrededores de las oficinas de la Universidad de la República en 18 y Arenal Grande, donde él desplegaba buena parte de su inmensa energía laboral. Fue un puntal en el rectorado de Jorge Brovetto y fue un defensor acérrimo de la autonomía universitaria, de las reivindicaciones estudiantiles y de las incesantes luchas por el presupuesto.

En rigor, debe decirse que José Wainer fue muchas cosas. Un roble de enorme sombra. Además de lo ya mencionado, hay que agregar que fundó la Cinemateca del Tercer Mundo, fue vicepresidente del SODRE con Berrutti, directivo del Cine Club, crítico de cine en el semanario Justicia y luego en Marcha, enemigo jurado del cine industrial hollywoodense. Un hombre cultísimo y solidario.

Hace poco se publicó una compilación de algunas de sus críticas en un libro titulado De cine somos. A través de sus páginas se advierte la hondura cultural y la elegancia formal con las que trabajaba sus textos. A su lado, uno siempre se sentía, con alborozo, un aprendiz afortunado. Su muerte no solo me entristece, también me disminuye, aunque su sombra permanezca y me ampare.

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