Si es realmente una enfermedad, todavía no mató a nadie. La poesía, en el peor de los casos, apenas si es crónica. Celebrado como narrador, traductor y crítico cultural, Elvio Gandolfo se pasó 35 años sin publicar un libro de poemas, pero jamás dejó de escribir versos. Topográficos y sexuales. Hiteros, piadosos, especulativos. De brazadas largas o de saque y volea. «Ahora les enviamos este libro a tres españoles y un crítico me respondió: “Ah, poesía yo no”», dice Gandolfo. «¡Como si fuera un cáncer! ¡Como si se fueran a contagiar de algo! Es raro, porque la poesía tiene infinitos grupos y talleres, pero para algunos es como un culto satánico de Oriente. No seas tarado: si la poesía te puede dar uno de los mejores momentos de tu vida… ¿cómo no la vas a probar?», agrega.
Seis años atrás, el sello cordobés Caballo Negro reunió todos sus cuentos en el libro Vivir en la salina. Ahora, la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos acaba de publicar su obra poética bajo el título Tengo ganas de risas raquel: un ladrillo de reflejos verdes y 500 páginas que, en cualquier otro caso, tendría una faja consagratoria. Sin embargo, dispuestas sobre la mesa, las coordenadas revelan por lo menos dos paradojas. Por un lado, el orden federal de las editoriales parece señalar un lugar periférico para Gandolfo en el canon de la literatura rioplatense. Por otro, el carácter definitivo de esos títulos hace un cortocircuito con el temperamento de un tipo que parece estar siempre al mango. El ruido de esa fricción es como la carcajada de Elvio: algo digno de escuchar.
Más allá del tono de los poemas (el tipo se pone rápidamente en guardia si alguien lo adjetiva como coloquial), tanto por el título como por las ilustraciones, esta obra poética suena menos solemne que otros artefactos de la misma especie. Son dos gestos que parecen deliberadamente apuntalados para atenuar esa sensación. Con una gran liviandad, Gandolfo titula este libro total con el nombre de un poema ajeno que habla de tomar coca y ver (o no ver) las rosas. Después, como guardas entre cada uno de los volúmenes, dispone esa suerte de cómic dadaísta que es la obra de Max Cachimba. El efecto es entrañable. No necesariamente amable. Es decir, si estos son los efectos colaterales de la poesía, no hace falta inmunizarse. «Me ha dado una gran salud crear. La conexión de la poesía es muy fuerte y distinta a la de prosa. Las dos son muy intensas y muy beneficiosas para mí. A su vez, tanto en la poesía como en la prosa, tengo reglas que no puedo modificar», dice Elvio.
—¿Qué reglas?
—Por ejemplo, en ficción, si es posible, no pasar de novela corta. Hace como siete años que trabajo en una novela de unas 400 páginas que se llama Tao 99. Tiene 99 capítulos, pero una buena cantidad lo ocupan tres novelas cortas que tenía interrumpidas hacía años. Ya logré terminar dos. Me falta una.
—¿Y en la poesía?
—Encontrar el tono de un relato y después sostenerlo es un laburo pesado. En la poesía, viene dado y puede ser de dos maneras: el poema que no pasa de dos carillas y ya me viene prácticamente escrito o el poema largo que viene con una especie de marco rítmico que me ayuda a escribirlo. Ahora, si tengo la vida necesaria, voy a terminar los cuatro trimestres de El año de Stevenson. Cada mes tiene 30 poemas porque, en su ficción, es un poema por día. Hasta ahora salieron dos trimestres, pero en la pandemia no escribí nada.
—¿En serio?
—Totalmente. Me mató. No sé por qué. Hasta hace unos diez años, siempre tuve períodos largos de no escribir. Si aparecía un período en blanco de dos o tres años, no me preocupaba: la página en blanco me tiene sin cuidado. Ahora, cuando arrancó la pandemia fue una cosa muy fuerte y de un día para el otro. Al principio decían que iba a ser una semana o unos meses, pero yo me dije: «Esto va a durar un año o un año y medio». Porque la raza humana está en un momento tan crítico de su propia evolución que le va a costar una barbaridad, primero, ver las cosas con claridad; después, salir adelante.
—¿No era la oportunidad para escribir?
—No. Me pasé miles de horas viendo series y películas, leyendo y releyendo. Algunas de esas relecturas me vinieron bien, porque cambié de idea con respecto a algunos mitos personales. Algunas cosas se caen y otras están mejor que antes. Como sea, ni en pedo escribas algo sobre la pandemia.
—Hace unos meses charlamos con Fabián Casas, que tituló su libro de ensayos como otro libro de Antonio Cisneros. Vos usaste el título de un poema de Humberto Megget. ¿Por qué tomaste esa decisión?
—Martín Prieto, de Rosario, me preguntó qué título le íbamos a poner. «Mañana te escribo», le respondí. A la noche me quedé pensando y de repente… ¡ta! Primero, en un contexto donde la orden de los poderes de todo el mundo es «quedate quieto», ese título es una definición de esquema de época. Además, estoy totalmente de acuerdo con el espíritu de ese poema y siempre me lamenté de que el loco no haya logrado escribir lo suficiente como para cambiar el curso de la poesía uruguaya. Tenía la pasta necesaria. Esa poesía pop tiene la energía para sobrevivir siglos. El tipo lo pescó: un tictac básico de lo real.
—Lo mató la tuberculosis, una enfermedad de otro siglo.
—Una vez viajé con un loco muy chalado. El tipo cazaba animales salvajes para venderlos. Era uruguayo, en plena dictadura. Y me dice: «Me estoy yendo porque apareció la tuberculosis». Fue tremendo. Los timbres de alarma de la sociedad son esos.
UN POETA JOVEN
En efecto, el barrio es un planeta. Gandolfo nació en San Rafael (Mendoza), aunque la familia se mudó a Rosario cuando él tenía menos de 2 años. Poco a poco, desplegó el mapa de su infancia sobre Boulevard Oroño. Ahí, en un departamento de pasillo, tuvo su temporada de los dones. Vio la oreja de un muerto asomando por una zanja y fue monaguillo a cambio de entradas para el cine. Aprendió a leer y le quemó la cabeza a toda la familia. Después, su padre, el poeta Francisco Gandolfo, le transmitió el oficio de tipógrafo. Eran los tardíos sesenta. ¿Qué se podía hacer sino revistas?
Escoltados por Eduardo D’Anna, Samuel Wolpin y Hugo Diz, los Gandolfo fundaron El Lagrimal Trifurca y publicaron 14 números entre 1968 y 1976. Así, mientras tendían puentes (con Uruguay, por ejemplo) y hacían masa crítica, cada uno picaba su propia cantera. Elvio husmeó los programas de la Facultad de Filosofía y Letras y decidió que eran absurdos. Con ese envión escribió las primeras versiones de El instituto y Caminando alrededor y delineó su propia ars literaria: a 100 cuadras de la academia, en la frontera de los géneros, haciendo equilibrio en el núcleo indivisible de la poesía. Los primeros tres poemarios reunidos en Tengo ganas de risas raquel son, precisamente, el resultado de esos años de trabajo colectivo.
—¿A qué poetas copiaste en el inicio?
—Al principio fue la revista. Todos éramos poetas. Y nos gustaba mucho la poesía nicaragüense, en general, y Ernesto Cardenal, en particular. Y, muy en particular, sus poemas cortos de amor. Eso nos influyó mucho. Y después, para el lado de lo importante y transcendental total, nos mató Trilce, de César Vallejo. Para siempre. Cada vez que lo leíamos nos ponía en voltaje. Esa era la parte densa. Y, en la parte del sucundún, Nicanor Parra. A mi viejo lo influyó mucho: él escribe al estilo de Parra. En el caso mío, algunas cosas me influyeron. Lo leí siempre con placer extremo y compilé Parranda larga, una antología muy grande, que era parte de un plan fallido que hubo desde Alfaguara para traerlo a Parra. A su vez, la teoría esencial la sigo manteniendo: para mí los dos cambios modernos en la poesía en castellano son Rubén Darío y Parra. En esa, no me sigue casi nadie.
—En la introducción de La huella de los pájaros [1978] decís que, para el poema, no es conveniente esperar. ¿Seguís pensando lo mismo?
—Exacto. Como te llega hecho, si lo demorás, sos un tarado. ¿Para qué lo vas a demorar? El poema, como yo lo encaro, es de una libertad absoluta. De este libro me han dicho que parece una especie de diario mío, que lo pequeño, que lo coloquial… No comparto en absoluto. Que esté escrito como si fuera hablado no es lo mismo. En el prólogo, Roberto Appratto destaca bien el punto: la claridad. Yo me arrojo para que el lector entienda lo que quiero decir. No te podés quedar a medias. No corrijo mucho. Como lo tengo en la cabeza, simplemente lo escribo. Pero después viene la lija delicada sobre la palabra: «El tipo que lo lee, ¿se da cuenta de que quise decir esto?». Si no lo entiende, lo cambio.
—En uno de sus ensayos, Juan Forn hablaba de la categoría del «poeta joven», ese tipo o tipa que traza líneas en el piso y tiene el halo romántico de la revolución de los sentidos. ¿Vos fuiste un poeta joven?
—Teníamos cero pedantería y éramos feroces con nosotros mismos, pero también salíamos a combatir la poesía idiota. Nos daba la sensación errónea de que el 90 por ciento de la poesía argentina era errónea, mala, pésima. Después fuimos aprendiendo. Mucho a través de la revista, porque se sumó mucha gente. Algunos no podían creer que, en ese momento de pleno desconche político, ideológico y demás, existiera una revista con valor poético y de calidad. Nos gustaba mucho la poesía chilena y nicaragüense. De hecho, las dos sufrieron muchísimo las condiciones políticas posteriores. Lo de Nicaragua fue terrible. En Chile, Pinochet se encargó de matar a una buena cantidad y de rajar al resto. Sigue siendo una poesía fuerte, pero se ilusionaron con una narrativa fuerte, que después no se dio del todo.
—Bueno, para algunos el segundo boom de la literatura latinoamericana fue Roberto Bolaño.
—Pero fue un boom frío. El loco era muy espectacular y asombroso, un capo total, pero no tenía la suficiente cantidad de líos. A su vez, cuando leí Los detectives salvajes, pensé: «Hasta la mitad es una novela; la segunda mitad es la misma novela».
—Los detectives salvajes es, precisamente, un grupo de poetas arrojados contra algo. O contra muchas cosas. Eso es algo interesante, porque suele pensarse que la poesía se hace en soledad, pero al final resulta que es un hecho colectivo. ¿Extrañás ese tipo de laburo?
—La verdad que no. En este momento, debido a la pandemia y otras cosas, estoy en una especie de repliegue. Ya estoy viejo y el cuerpo me avisa cada vez que paso a otra etapa. No fumo, no chupo demasiado. Me manejo. Hay cosas que si te atrapan, te destrozan. En los años de Buenos Aires, a veces iba a lugares donde me ofrecían cocaína y si decías que no, te veían como el boludo que no se anima. Es raro lo que pasa con los límites. Se ha vuelto todo muy monopólico, intenso, masivo. A su vez, hay una especie de estupidez emocional de creer que sin talleres literarios la literatura no existe. Hace muchos años, un pibe vino y me preguntó: «¿Qué va a hacer ahora que se termina la literatura?». Le respondí: «¿Y quién te dijo eso de que terminó la literatura?». «Bueno, es evidente», me respondió. Lo evidente de hoy es lo fantástico. Es fantástico casi todo lo que vivimos. Y estamos todos bien, ¿no es cierto?
LA MANO IZQUIERDA Y LA MANO DERECHA
A primera vista, el hueco entre La huella de los pájaros (1978) y el primer trimestre de El año de Stevenson (2014) es un fast-forward brutal. En el fuera de cuadro de esos 35 años de elipsis, el pibe de veintipico que fantasea con el fantasma de Maldoror se convierte en el padre paralizado frente al síndrome del nido vacío. A primera vista, la prosa se come toda la cancha: La reina de las nieves sale en 1982 y desde entonces Gandolfo publica los cuentos y nouvelles que lo convierten en el escritor que conocemos: Dos mujeres (1992), Ferrocarriles argentinos (1994), Cuando Lidia vivía se quería morir (2000), etcétera. Como se dice de Bolaño, cualquiera podría decir que es un poeta que condescendió a ser narrador. Pero, para el terror de los biógrafos, las cosas nunca son tan sencillas.
Si bien nunca de manera tan intensa o programática, Gandolfo siguió escribiendo poesía durante su hiato. La descartó o no la publicó, o, incluso, la publicó aquí y allá en diferentes épocas, en los diferentes medios en los que trabajó. Una pesquisa no demasiado rigurosa sobre el índice puede fechar algunos de estos poemas en los períodos más diversos: 1986, 1993, 1996, 2002. Sin embargo, en algún punto impreciso de El año de Stevenson, se abrió un vórtice.
—Entonces, ¿por qué volviste a publicar poesía?
—Mi viejo se enferma de alzhéimer y muere después de unos años. Mi hija se casa y se va con su novio. Se me creó un hueco que llené con ese libro. Había que hacer eso. No era como los poemas que sacaba por ahí, que algunos me gustan muchísimo, pero los iba haciendo al tuntún. No hacía un libro. Esto era un plan. Yo eso lo uso mucho: plantearme desafíos técnicos. Cuando escribí «Escamas, piel», por ejemplo, me propuse hacer erotismo con terror sin que el terror se comiera al erotismo… como pasa en Una mujer poseída. Otros casos son Ómnibus (2006) y Los lugares (2018), en los que el desafío técnico era escribir una parte en primera persona, otra en segunda y otra en tercera.
—En esa elipsis, ¿qué cosas sentís que te cambiaron la perspectiva como poeta?
—La paternidad, totalmente. Además, mi hija es mujer, una tipa muy especial, muy copada, muy inteligente, muy jugada, que, a su vez, entre los últimos cinco y diez años hizo un gran cambio. Es una fuera de serie total. Ella era muy buena psicóloga freudiana y, en un momento, le conseguí la obra completa de Freud, barata. Cuando me la traen, me dice: «¿Me la podés vender?» [risas]. A partir de ahí, un combo de cosas diversas en las que se ha ido destacando: Jodorowsky, la decodificación. Ha habido un descenso absoluto del freudianismo en el Río de la Plata.
—Es curioso que, apenas arranca el texto autobiográfico, remarcás que sos de Virgo.
—¡De Virgo para siempre! Una pareja con la que rompimos, pero que nos seguimos viendo semanalmente para tomar un café (esas cosas de novela francesa), me lo remarca.
—¿Esa la misma chica del cuento «El sol y el hielo»? ¿La que reaparece en Los lugares? Ese personaje subraya toda una línea erótica en tu obra.
—No es la misma. Se rompió muy rápido eso. Cuando de verdad te metés en una cosa intensa, copada y con cosas sexuales que nunca te habías ni enterado, eso se hace pelota en menos de un año. Es raro. Fue tan espectacular lo que me pasó que le tenía que hacer un homenaje. Le debía… ¡mi obra completa le debía! [risas]. Siempre me interesó mucho lo sexual. Después está ese amor que es para pelearla. Que aguanta más. Muchas parejas superan esa especie de laguna infernal que viene después de diez años, pero es muy difícil. En la época de mi viejo era común que las parejas duraran toda la vida.
—Sabemos que podemos vincularlos con personas y lugares. Pero ¿podés vincular estos poemas con los cuentos que estabas escribiendo entonces?
—Nunca lo intenté. Para producir cada campo, tengo actitudes totalmente distintas. Son como hemisferios distintos de la cabeza. Técnica y sensorialmente son distintos. Aun cuando vos digas: «Este es un poema narrativo», no son cuentos: es poesía.
—Como escribir con la mano izquierda o con la mano derecha.
—Exacto. Y medio como que no te enterás qué hace la derecha y qué hace la izquierda.
—Menos que la época, en tus poemas –como en tus cuentos y novelas– siempre es más importante el espacio. ¿Dónde ubicarías el origen de tu capacidad de observación?
—Mi capacidad observadora me la creó la sucesiva aparición de hermanos. Yo era un hijo único, feliz. Nació mi hermana Ema y hay fotos que testimonian mi cara de orto infernal [risas]. ¿Cómo? ¿Alguien más? Cinco hermanos tuve. Yo competía, por ejemplo, para quedarme con el mejor pedazo de carne. Un día llegué a ponerle un cartelito: «Esto pertenece a Elvio Gandolfo». Se dio todo el desarrollo clásico de un niño que se convierte en adolescente, pero yo extremé la percepción. Tuve que sobrevivir, era un tipo bajito. El descubrimiento fundamental fue cuando, después de cuarto año, pasé de un colegio mixto a un colegio de varones. Ahí, donde casi pierdo la vida, descubrí el humor: si lograba que se cagaran de risa, podía escapar corriendo, ¿entendés? Gracias al humor tengo la cara que tengo. Si no, la tendría deforme.
—En el final de Tengo ganas de risas raquel, incluís un texto autobiográfico en el que te prometés no hablar de cosas privadas, de religión ni de política. ¿Por qué?
—Las dos primeras veces que empecé la autobiografía se me fue al carajo. Tenía ocho o diez páginas. No podía ser. Entonces digo: «No: simplificá». Tema minas: out. Cero. Política y religión, lo mismo. Dejé el catolicismo hace mucho tiempo. Mi familia fue absolutamente católica apostólica romana. Mi madre lo siguió siendo hasta la muerte. Los demás fuimos navegando. La teoría narrativa cristiana me parece idiota. La carne y la sangre de Cristo… ¡sacámela un poquito! No me rompas las pelotas. A mi vieja le tuve un amor incondicional, pero había cosas… Por ejemplo, si nos daba un bizcocho y había un amigo o alguien en la calle, había que darle una parte. Te puede llevar a ser hipócrita, culposo. Si esa parte de llenada de huevos te gana, lo más probable es que tengas una vida horrible.