A comienzos de la década de 1990, cuando ingresé a este semanario, la inmensa mayoría de quienes conformaban la planta y la casi totalidad de los cargos de responsabilidad eran varones adultos, asomándose a la tercera edad. Las pocas mujeres que trabajaban en la redacción, salvo en la sección Cultura, que en todas latitudes es un mundillo aparte, se abrían paso como buenamente podían, trabajando duro para hacerse respetar y, en ocasiones, elevando la voz como acostumbramos hacer los varones.
Aquel mundo, masculino y talludo, era la norma en la mayor parte de las redacciones y en las oficinas de este país tan resistente a los cambios. Ser de izquierda no facilitaba las cosas. En contra del sentido común, que debería colocar a esa colectividad política en un lugar destacado en las innovaciones de los modos de vivir la vida, comprobábamos día a día cómo la izquierda posdictadura se había instalado en un limbo cultural conservador, del que era difícil bajarla.
(De más está decir que el triunfo electoral y su conversión en gobierno sumaron a aquel conservadurismo una dosis no menor de altivez que, gradualmente, fue deslizándose hacia una insufrible arrogancia con la cual es ya casi imposible dialogar. Esta trasmutación del orgullo –imprescindible en cualquier proyecto de cambio social, para soportar los embates de los poderosos– en petulancia, que desdeña a quienes piensan diferente, ha pavimentado el camino al desastre de las revoluciones del siglo XX y parece estar siendo replicado en las que se proclaman del siglo XXI.)
Lo cierto es que en Brecha, dos décadas y media después, la totalidad del Consejo de Redacción (integrado por la directora y las jefas de las cuatro secciones, Política, Sociedad, Cultura y Mundo) es de mujeres. Ninguna de ellas frisa la tercera edad y dos se codean con la treintena. Más aun, la mayoría de la planta son ahora mujeres y una porción de ellas orilla los 20 y pico. ¿Cómo ha sido posible semejante cambio, generacional y de género, en un periódico que –vale la pena insistir– pertenece a ese sector, político y profesional, tan reacio a los cambios?
Lo más interesante, y desconcertante, es que nadie se lo propuso. Se dio. Se gestaron cambios sin “dirección”, sin que mediara un propósito explícito, declarado, “programático”. ¿Será que los cambios de verdad suceden de ese modo, digamos de manera espontánea e invisible?
Imposible saberlo. Pero imprescindible registrarlo. Los cambios, cuando suceden, las raras veces que transcurren, suelen estar envueltos en un aura de misterio aunque lleguen los “surfeadores” (en general varones ilustrados) dispuestos a atribuirse el copyright. Por lo pronto, sabemos que nacen en los márgenes de la vida social, en aquellos espacios donde la omnipresencia del poder tiende a diluirse porque lo que está en juego parece de poco valor material o simbólico. Seguramente Brecha forma parte de esos márgenes, sobre todo desde 2005, cuando la utilidad política de sus denuncias cayó en picada, por razones que sería ocioso comentar. Ya no somos tan interesantes como instrumento o herramienta. Y eso nos hace libres; además de un poco más pobres.
La segunda cuestión nos dice que los cambios profundos son silenciosos. Sólo se perciben cuando ya se plasmaron en realidades sin vuelta atrás. La mayoría los visualiza como un tsunami arrasador (asustador a veces). La “revolución sensible” a la que se refirió la periodista argentina Marta Dillon al presentar el Paro Internacional de Mujeres es justamente eso, una revolución, un cambio radical en la vida de millones de mujeres (jóvenes) en todo el mundo.
¿Cuándo sucedió? Imposible poner fechas. Es un largo proceso de más de un siglo, sin fecha de comienzo y, horror, sin final previsible.
¿Dónde comenzó? En el interior de cada una y en los lugares más recónditos, como las cocinas, las camas… los sueños y los deseos, ingobernables siempre.
Si algo hemos aprendido es que los cambios más profundos, las revoluciones en la vida cotidiana son reacias a conductores o caudillos, pero sobre todo son imprevisibles. Sí sabemos que son los ejemplares jóvenes de la especie, y sobre todo las jóvenes, quienes los ponen en marcha, porque en ellas y ellos anida la creatividad, la capacidad de inventar, de mover el mundo moviéndose en el mundo.
Los biólogos Alberto Maturana y Francisco Varela, especializados en la comprensión de las bases biológicas del conocer y la conciencia, sostienen basados en su trabajo de campo y estudios de caso que los cambios en la conducta de los seres vivos nacen entre los jóvenes, mientras “los viejos eran siempre los más lentos en adquirir la nueva forma conductual”, como aseguran en el interesante ensayo “El árbol del conocimiento”.1
Hay quienes aún creen que profesiones como el periodismo están siendo “invadidas” por mujeres y jóvenes porque se han desvalorizado, y prueba de ello serían los bajos salarios que se pagan en el medio. Puede ser un argumento válido. Pero es también el tipo de razones que esgrimen los que miran con recelo las novedades que no fueron acuñadas por ellos, y les rechinan –desde tiempos memoriales– las creaciones de las mujeres y los jóvenes. Quizá porque cada creación es una alteración en la estabilidad y en las rutinas, modos de vida preciados por la tercera edad aunque, en no pocas ocasiones, esos valores se desbordan hacia todas las generaciones.
No soy de los que sienten que ser joven o ser mujer es un pasaporte a un mundo mejor. Estoy seguro, empero, que adorar la madurez y la vejez es sinónimo de pereza y cansancio de vida, con la infantil excusa de la experiencia. Los viejos, ciertamente, tenemos un papel a jugar, pero no como protagonistas. Los pueblos indios de las Américas instauraron hace siglos los consejos de ancianos, a los que las comunidades consultan cuando lo creen conveniente, pero entre sus tareas no figura dirigir ni tener poder en la vida cotidiana. Funcionan como una suerte de retaguardia ética, sabiendo que la energía del hacer la llevan otras generaciones.
Deberíamos sentirnos felices y agradecidos de formar parte de estos cambios, de esa “revolución sensible” que busca algo mucho más urgente y necesario que hacerse con el poder: transformarnos creando y crear transformando. En un mundo que se cae a pedazos entre muros y fanatismos nacionalistas, es una de las escasas oportunidades que tenemos de seguir produciendo vida.
- En Las bases biológicas del conocimiento humano. Debate, 1990, pág 169.