Un viejo tropo conservador - Semanario Brecha
Batalla cultural

Un viejo tropo conservador

Focouy, Dante Fernández

La derrota del candidato oficialista, Álvaro Delgado, por un margen relativamente ajustado estuvo en el foco de la discusión en los últimos días. Sorprendentemente, o quizás no tanto, una de las críticas más recurrentes giró en torno al hecho de que el Partido Nacional, bajo el liderazgo del presidente Luis Lacalle Pou, experimentó un notorio corrimiento hacia el centro del espectro político.

La academia politológica uruguaya ha sentenciado hace un par de décadas, o más, que las elecciones en Uruguay se ganan precisamente corriéndose hacia el centro. Contra ese dictamen se han levantado las voces que achacan la derrota a un motivo que, desde la perspectiva del consenso politológico dominante, no solo no puede ser invocado para explicarla, sino que, más bien, si algo explica es que no haya sido todavía más contundente. Porque, desde esa perspectiva, si alguno de los candidatos se hubiera corrido hacia su respectivo extremo, Yamandú Orsi hacia la izquierda o Delgado hacia la derecha, habría sufrido un fuerte revés electoral.

Pero fuera de la academia parece estarse construyendo otro consenso. Uno que dice que los votantes no frenteamplistas esperaban que el oficialismo fuera más duro, más contundente, más afilado, tanto en el gobierno como en la campaña. Sin embargo, los partidos de la coalición perdieron unos cuantos votos que les hubieran resultado cruciales allí, en el interior del país, donde se supone que deberían haber tenido mayor capacidad para retenerlos. Y todo indica que muchos de esos votos se fueron al Frente Amplio. Si esos votantes buscaban una derecha más radical, ¿qué sentido tiene que hayan optado por el candidato de la izquierda? Esa explicación no solo se da de bruces contra el consenso académico, que sería lo de menos, sino también contra la realidad.

Entonces, ¿por qué llevamos dos semanas escuchando un día sí y otro también hablar de la manida «batalla cultural»?

Hay un lenguaje que es propio de la época, pero ello no quiere decir que sea nuevo, pues la idea de que para cambiar la política es necesario cambiar antes la cultura es un tropo de la derecha que ya tiene más de dos siglos.

La revolución francesa de 1789 provocó en los partidarios del antiguo régimen dos líneas de respuestas (no digo que hayan sido las únicas): que hubo una conspiración, la primera; que hubo un lento pero seguro socavamiento de las bases culturales del régimen, cuyo resultado fue su desplome, la segunda. En la primera está el origen de todas las teorías de la conspiración contemporáneas. En la segunda, el origen de todos los llamados a librar batallas culturales que pululan en el mundo de hoy.

El gran pensador contrarrevolucionario Joseph-Marie de Maistre (1753-1821) dijo: «He oído decir que los filósofos alemanes inventaron la palabra metapolítica para ser a la política lo que la palabra metafísica es a la física. Esta nueva expresión está, a mi parecer, muy bien inventada para expresar la metafísica de la política, porque hay una, y esta ciencia merece toda la atención de los observadores». Aquí la palabra metapolítica refiere a las bases profundas del orden político: los mitos, los valores y las ideas (sostenidas muchas veces de manera puramente tácita) que conforman los fundamentos de ese orden. Según De Maistre, el ácido disolvente de la filosofía de la Ilustración carcomió los cimientos culturales del antiguo régimen mucho antes de 1789. A su juicio, había que combatir el nuevo estado de cosas de la misma manera: en el ámbito de las ideas y las costumbres.

Las derechas radicales siempre han propuesto una narrativa del declive, de la decadencia, del colapso civilizatorio y espiritual. En sus diferentes versiones, el momento en que los vientos de la historia empezaron a soplar en la dirección equivocada bien puede ser 1517 (con la reforma protestante), 1789 (con la revolución francesa), 1917 (con la revolución bolchevique), 1945 (con la derrota de los fascismos europeos) o 1968 (con el nacimiento de la contracultura).

Muchas veces, pero no siempre, esto se complementa con narrativas de la conspiración, del complot, de la conjura, porque, si el declive existe, si la decadencia es manifiesta, si está frente a nuestros ojos y debería ser evidente para todos, pero no lo es, debe existir alguna trama secreta que la oculte.

La explicación alternativa del mismo fenómeno está dada en clave metapolítica en el sentido de De Maistre. Si lo obvio no resulta obvio, si lo malo es tenido por bueno, si lo falso es tenido por verdadero, si lo anormal es tenido por norma y patrón, si lo feo es tenido por bello es porque la cultura ha sido puesta patas para arriba. Las alternativas se repiten: el complot, la conspiración política, el control desde las sombras (la primera alternativa); la hegemonía cultural, la metapolítica, el control a la luz del día (la segunda).

En la historia reciente de Europa y de Estados Unidos, las batallas y las guerras culturales se han planteado de modos diversos. Los militantes de las nuevas derechas europeas de los años setenta venían de sufrir una amarga derrota, la de 1945. Habían asumido ya con cierta resignación que sus ideas eran muy minoritarias, y se habían convencido de la necesidad de librar una lenta y larga batalla por la hegemonía. Los protagonistas de las guerras culturales estadounidenses de esos mismos años estaban en una situación muy distinta. Enfrentaban no la derrota en una guerra, sino el avance de la contracultura de los años sesenta. Creían que el pueblo llano estaba con ellos, que sus valores eran los de ellos, que su cosmovisión era la de ellos. Creían que una reducida élite había secuestrado al país en favor de intereses no estadounidenses.

La diferencia no es menor. Unos estaban y se sabían derrotados, esperaban el nuevo amanecer, el fin del Kali Yuga, de la edad oscura, eran pesimistas y no eran liberales. Los otros eran optimistas, creían que la mayoría moral estaba de su lado, que representaban el alma de las mujeres y de los hombres de a pie, que continuaban la estela de los padres fundadores, y, por supuesto, eran liberales.

Los aspirantes a batalladores culturales locales, en la medida en que copian modelos ajenos, que tampoco conocen muy bien, a veces plantean sus batallas culturales de una manera, y a veces de otra. El estilo europeo, menos dado al activismo y más reflexivo, no es, por ejemplo, el del presidente argentino Javier Milei, uno de sus referentes. Y, sin embargo, parecería ser el más adecuado para dar la batalla cultural en Uruguay, habida cuenta de que aquí lo que habría que hacer, se supone, es cambiar la cultura estatista que se encuentra arraigada hasta el tuétano. Una batalla larga y eminentemente metapolítica.

Las ideas radicales triunfan, por lo general, en circunstancias extraordinarias; en circunstancias ordinarias, rara vez lo hacen. No hay en Uruguay circunstancias propicias para un cambio así. ¿Las habrá en el futuro próximo? Eso nadie lo sabe. 

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