El sábado pasado fui a ver El Otelo oriental, de Milton Schinca, el reciente estreno de la Comedia Nacional en el Solís. Una de las pocas obras en las que el fallecido Schinca se lanzó al humor, a partir de una patria en ciernes disputada por extranjeros. Al terminar, al final de los consabidos aplausos, el actor Miguel Pinto pidió la palabra: “Hace un momento nos enteramos de la muerte de Jaime Yavitz”.
Se hizo el esperado silencio. Y Pinto empezó a recordar brevemente la figura de Jaime: actor, director, y por mucho tiempo director artístico del elenco oficial en tiempos complicados de dictadura e incluso después, en varios períodos. Y pidió la despedida habitual para un artista: el aplauso, eso que desea aquel que se sube a un escenario como expresión de agradecimiento y respeto.
Recuerdo que el último trabajo de Jaime como director fue justamente en el Solís, con El león en invierno, la obra de James Goldman en la que el galán que ya no está Delfi Galbiati y la gran Estela Medina compartían aquellos honores que en cine habían encarnado nada menos que Peter O’Toole y Katharine Hepburn. Esa particular crónica medieval sobre reyes y reinas en conflictos amorosos y de poder.
Y por si fuera poco, el lunes hubo otra partida, la de Peter Shaffer. Un inglés que saltó al estrellato como pocos dramaturgos. Porque tenía el olfato de elegir bien los temas, de rodearlos de una estructura inteligente y más que nada habilidosa, con una cuota medida de escándalo y un indudable sentido comercial. En una dramaturgia como la inglesa, tan signada por la crítica social o las visiones iconoclastas –recordemos a John Osborne, Arnold Wesker y Harold Pinter, al menos–, Shaffer fue un fenómeno insólito, que empezó casi con una visión demasiado europeizada de Latinoamérica a través de La cacería real del sol, en la que unía a una dupla más que sugestiva: Atahualpa y Pizarro, para después internarse en la ingeniosísima técnica de Black Comedy, con el manejo del apagón como recurso brillante, y más adelante meterse en la psiquis de aquel joven obsedido por los caballos en Equus, y saltar hasta el Oscar con su adaptación de su Amadeus, donde otra dupla, Mozart y Salieri, se enfrentaban, se combinaban y se destrozaban entre sí, entre la mediocridad y el genio, entre la admiración y la envidia.
¿Por qué esta dupla Yavitz-Shaffer? Porque justamente fue Jaime el que estuvo en dos de sus piezas en Montevideo. En Equus, allá por los años setenta, fue el psiquiatra que relataba sus encuentros con ese joven particular, en una obra con visos de destape… En Amadeus, años más tarde, ya como director, permitiendo que entre Armando Halty y Ricardo Beiro saltaran chispas en ese duelo con visos de misterio.
Pero Jaime fue mucho más que eso. Luego de su egreso de la Emad –con medalla de oro, cuentan– fue parte de un sinfín de espectáculos en su labor como actor. Una figura recia, contundente, con voz profunda, que se imponía en el escenario con un toque adusto y que sin embargo sabía desdoblarse en chispazos de comedia. Lo recuerdo en el Tajomaru de Rashomón, que dirigió Dumas Lerena. O en la grandiosa experiencia de Mefisto, junto a Aderbal Freire. O en el Otelo que él mismo dirigió, en el que compartía cartel con la Medina, Delfi y Candeau, por si fuera poco. También fue el Zoilo de Barranca abajo, en la versión de Júver Salcedo en las tiendas del Victoria. Y formó parte del gozoso elenco de Bajo el bosque de leche, aquella encantadora apuesta de Dylan Thomas que comandó Omar Grasso. Fue el marido-amante de Delmira Agustini en la obra de Milton Schinca, en la que se codeaba con dos Delmiras más que sugerentes: Gloria Demasi y Elisa Contreras. Fue el Molière de la obra de Bulgakov que nuevamente Aderbal montó en el Solís. Incluso anduvo rondando por la Alianza para sacarse el gusto de encarnar a un personaje clave en La heredera, junto a la ex de la Comedia Susana Bres.
Como director varió mucho de autores, con una afición especial por el rumano casi uruguayo Jacobo Lansgner, o el maestro Eugene O’Neill, o el argentino Roberto Cossa –cuyo Los compadritos tenía detalles deliciosos, aunque también tuvo que lidiar con aquel Artigas, sol de América o incluso con La boa, dos experiencias complicadas por diferentes razones, en tiempos de dictadura.
Resulta difícil definir a Jaime. Su extremada seriedad se combinaba con un semiescondido humor que asomaba en la mirada pícara o la semisonrisa. Marcaba distancia, pero a la vez generaba discusión y frecuentemente polémica. Se metió en el mundo de los noticieros televisivos en especial para difundir el teatro, el universo que amaba por encima de todo. Navegó como director artístico de la Comedia en circunstancias en las que había que andar con pies de plomo y cruzar varias vallas para lograr que el elenco subsistiera. Claro que en el ambiente uruguayo tuvo sus aplausos y sus cautelas. Su acercamiento al Partido Colorado en un entorno en el que la izquierda era casi una omnipresencia también le significó algunas rispideces.
En los últimos tiempos se había apartado bastante, después de presidir la Comisión del Fondo Nacional de Teatro. No andaba nada bien de salud, pero igual seguía aferrado a lo que pasaba en los escenarios. Fue una figura de peso indudable, de facetas diversas y logros también diversos, pero con una formación en extremo sólida y una enorme capacidad de trabajo. No llegué a estar muy cerca de él, pero sin duda conversar con Jaime era hablar de buen teatro, escuchar alguna pequeña ironía sobre la realidad del ambiente, soñar con los grandes autores que pudo encarnar y que supo comandar. Un poco de distancia seguramente servirá para dar una visión cabal de alguien que sin duda marcó un tiempo y que fue para la Comedia un muro de contención. Más allá de cualquier cuestión interna que pueda haber existido, si existió.
Algunos actores decían que era más que obsesivo en la dirección, y que sus marcaciones eran milimétricas y rigurosas. Seguramente en estos días varias anécdotas al respecto andarán rondando por los pasillos del Solís, ese que lo recibió para despedirlo a sus 82 años.