Pablo Escobar, o el “Patrón”, debe de haber sido el narcotraficante más famoso de la historia: capo máximo del cártel de Medellín desde los ochenta hasta comienzos de los noventa, amasador de una fortuna incalculable por haber dado con el filón de introducir cantidades masivas de cocaína en Miami, responsable de la muerte de más de ochocientos policías así como de atentados que se cobraron la vida de más de mil civiles. Luego de fracasar en sus intentos de hacer política lideró reiteradas guerras contra sus competidores del cártel de Cali, el gobierno colombiano, los paramilitares del Magdalena medio y finalmente contra Los Pepes, un grupo de paramilitares principalmente nutrido de renegados, ex miembros de su propio cártel. En definitiva, Escobar supo desestabilizar a Colombia y convertirla en un imperio de violencia, transformándose así en el criminal más buscado del mundo.
También fue un hombre muy querido. Cuando ya no sabía ni qué hacer con tanto dinero, comenzó a dárselo a los pobres, construyó viviendas, campos de fútbol, escuelas y hospitales en los suburbios. Dio trabajo y se rodeó de gente necesitada que lo idolatraba como a un dios omnipotente. Y no estaba lejos de serlo, con la mitad de la policía comprada, el poder de Escobar en la región era prácticamente ilimitado. Esta notable serie, producida en una alianza de Netflix y Gaumont International Television, y con la dirección general de José Padilha (Tropa de elite), presenta un recorrido por la historia del narcotraficante, desde sus comienzos como contrabandista y a través de las sucesivas etapas de su ascenso y caída, en un apasionante desarrollo que demuestra en parte por qué su accionar lo convirtió en una temible celebridad.
Una introducción al comienzo de la serie da cuenta de que sólo en un país como Colombia podía haberse creado el realismo mágico, corriente literaria que echa mano a esos sucesos casi fantásticos que suele ofrecernos, de a ratos, la realidad. Esta historia de Escobar, repleta de documentos que ilustran su veracidad, está colmada de puntas muy difíciles de creer, como su iniciativa de poner precio a las cabezas de ciertos policías, su vocación por coleccionar animales exóticos –por la que llegó a contar con 200 especies en su hacienda–, los enterramientos de billetes (ante la imposibilidad de lavar tanto dinero, Escobar mandó enterrar montañas de efectivo en varios puntos de la selva, lo que dio en llamarse “el tesoro de los narcos”), sus azarosos y hasta caprichosos secuestros de celebridades, sus desquiciados ataques de paranoia y sus breves alianzas con grupos guerrilleros, como el M-19, a los que mandó tomar, con tanques y todo, el Palacio de Justicia.
La estructura narrativa es cercana a la de la serie Game of Thrones, aunque en menor escala. Como en ella, el entramado es presentado de forma coral y fragmentaria, alternativamente desde la óptica del mismo Escobar y sus seres cercanos, la de otros narcotraficantes, de la policía colombiana, de círculos políticos allegados al presidente Gaviria, y sobre todo de los agentes de la estadounidense Agencia para el Control de Drogas (Dea, por sus siglas en inglés).
A pesar de ser una serie sumamente recomendable, lo que molesta un poco de Narcos es que, dentro de esta óptica que contempla a varios de los actores involucrados en el conflicto, opta por una perspectiva más benévola hacia los agentes de la Dea que hacia el resto de los personajes. Como parte del “rigor histórico” del abordaje, la producción contrató como asesores a los verdaderos agentes implicados, Javier Peña y Steve Murphy, favoreciendo una visión sesgada. Por esto y por una clara decisión de buscar la empatía del público hacia ellos como detectives y trabajadores abnegados, hasta ahora se han presentado como los participantes que tienen más visión, los más despiertos, los mejor preparados para tratar los conflictos. Sus decisiones salvan el día más de una vez (incluso la vida del entonces candidato presidencial Gaviria), y se denota cierto énfasis en subrayarlo. Esta superioridad poco disimulada molesta bastante cuando además son expuestos los errores de los personajes latinos, sean Escobar y sus arranques de infantilismo, el jefe de policía Carrillo con sus operativos fallidos o la ingenuidad general del presidente y sus allegados. Es verdad que ambos oficiales de la Dea tienen sus matices y despiertan ciertas crecientes sospechas –ojalá estos perfiles cuestionables se acentúen más adelante–, pero hasta ahora la serie parecería ser consecuente con todo ese cine hollywoodense que normaliza y hasta justifica la intervención estadounidense en cuanto país extranjero se le cruza por delante.