—Por qué te sorprende esta nota.
—En 34 años de actuación en la Comedia es la primera vez que me hacen un reportaje. Salvando algunas críticas, el periodismo nunca se interesó en mí, nunca fui tocado por la varita.
—¿Cuál?
—La que determina que seas Josecito, de Villa Española, o Luis Suárez. Siempre fui un jugador de la B, de cuadro chico.
—¿Necesitás mimos mediáticos?
—No es que los necesite, adhiero al perfil bajo, pero integro un elenco que, como todo elenco consolidado, tiene preferidos por la prensa; y si mirás la historia de los premios Florencio, nunca rebasaron las primeras letras del abecedario para llegar a la doble ve. Y esto a pesar de que, modestamente, creo haber desempeñado muy bien papeles diversos, según me lo hizo saber el soberano, el público, cuyo voto no cuenta en los juicios. No estoy reclamando nada, ojo, sólo expreso la gratificación que me produce, luego de haber entregado una vida a esta profesión, que un periodista repare en mí.
—¿La profesión no es lo bastante grata?
—Me place ver que un joven, hoy, no tiene que llegar a viejo para ser reconocido. Entré con 25 años a este elenco y hacía de padre o abuelo de gente mayor que yo. En Las brujas de Salem, por ejemplo, me encomendaron la fusión de dos ancianos en uno, para acompañar a una actriz ya mayor que hacía de anciana. Un actor es un ser proclive a ser herido.
—Pero debe continuar el espectáculo.
—Veía que los años transcurrían y las oportunidades de hacer personajes de mi edad me pasaban por el costado, cosa que tuvo a bien anticiparme una señora maestra que tuve en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (Emad). “Sos joven, querido, los papeles que te corresponden irán a otros”, dijo. Qué razón tenía, pero nunca protesté.
—A qué recurriste para contenerte.
—Egresé de la Emad en 1980, al año siguiente la Comedia me contrató por ser el estudiante con mejores notas, y durante esos años hice sustituciones importantes. Me miraba al espejo y me veía joven, estaba haciendo lo que amaba, tenía planes. En 1990 perdí a mi madre, mi mejor confidente y amiga, lo cual me ayudó a relativizar todas mis angustias. También tuve referentes gigantescos que me guiaron, Maruja Santullo, “Mingo” Solari, Enrique Guarnero, Eduardo Preve. Mi deslumbramiento con el teatro ocurrió a los 15 años, cuando vi El asesinato de la enfermera George, protagonizada por Maruja, descollante. Fui a golpearle la puerta del camarín para pedirle un autógrafo, me atendió con una dulzura inaudita y cinco años después estaba parado junto a ella en el escenario. Imaginate, temblaba como una vara de mimbre.
—Las continuas postergaciones te habrán hecho detestar, en algún momento, el escenario. ¿Cómo lo superaste?
—Los afectos fuera del teatro, familiares y de pareja, y mis actividades particulares, contribuyeron mucho. Hacerme una casa en un balneario, por decirte algo.
—Pareja estable.
—Hace 35 años, ha sido mi sostén y cable a tierra. A veces me dicen por qué no te casás, ahora que podés, como si un compromiso legal fuera más trascendente que uno interior. Es más, la publicidad que hacen algunas parejas homosexuales de sus casamientos me parece más próxima al cotillón de nefastos programas televisivos que a una emotividad.
—¿En qué papeles sentiste que despegabas?
—El personaje de Máquina Baja en La ópera de dos centavos, de Brecht, donde me dieron la oportunidad de cantar sin ser cantante, pertrechado únicamente de mi oído, el de el tío en Caníbales, de Tabori. Pero también me sentí pleno en papeles de reparto que me llegaron bien avanzados los noventa, como los que hice en Platonov, de Chéjov, y Lulú, de Wedekind.
—Pensás retirarte antes de cumplir la edad jubilatoria.
—Sí, tengo otros proyectos. El mes que viene cumplo 60 años, cifra elocuente para quien comenzó a trabajar a los 12, porque antes de ser actor fui feriante, vendí ropa y comestibles, me revolví allá en mi barrio, el Cerro. Y di clases de arte escénico casi tres décadas en la Casa de Cultura del Prado. Un día escuché a Antonio Gasalla decir que él no quería quedarse colgado de una obra, por más éxito que tuviera, para poder hacer otras cosas. Me pasa algo similar, vengo de una mezcla de abuelo ruso y abuela italiana, el empuje y el aspaviento (risas).
—Lo ruso es notorio en tu temperamento y tu vozarrón.
—Sabés que sin apearme de lo que venía manifestando, creo que el actor debe mirarse más seguido en el espejo, pulir su autocrítica. Reconocer cuándo puede y cuándo no.
1. Stéfano, de Armando Discépolo. Teatro Solís, 21 horas. Antes, en 2012, dirigió El tobogán, de Jacobo Langsner. Más información en www.comedianacional.montevideo.gub.uy