Una felicidad clandestina - Semanario Brecha
Libro. Nueva novela de Teresa Porzecanski

Una felicidad clandestina

Insolación, de Teresa Porzecanski. Criatura Editora, Montevideo, 2023. 104 págs.

Conocemos a Teresa Porzecanski. Desde siempre, su narrativa ha mostrado preocupaciones metafísicas, ontológicas, mitológicas. Es, por así decir, alguien que se ocupa de eso que la gente llama «las grandes preguntas». Parecidas intranquilidades comparecen también en su profusa obra ensayística, y en Insolación, su recién estrenada nouvelle, se muestran descarnadas, perfectamente cúlmines. Desde hace un tiempo Porzecanski reside en Israel, y es posible pensar que la vocación de espiritualidad y ancestría de la niña judía que fue –asquenazi por el lado del padre, sefaradí por el de la madre– esté cursando ahora una suerte de coronación. El sol allí quema fuerte.

Insolación es un buen título. El mismo que eligió doña Emilia Pardo Bazán en 1889 para dar bautismo a una breve y escandalosa novela de tema erótico, feminista a la postre, que discurre en el clima madrileño de la Restauración borbónica. Si en esta Insolación de Porzecanski hay también escándalo, se debe menos al erotismo –no ajeno a estas páginas– que al asunto de su profusión, de su vorágine, de su congestión, en resumen. Asistimos a una abrumadora prodigalidad de misticismo: de la cábala judía al hinduismo, del gilgul al dharma, del chamanismo americano –uno inspirado en los «jíbaros ecuatorianos»– al culto de umbanda y Iemanjá. El lector debe abrirse camino entre una vegetación espesa, heteróclita, siempre abismada. Concurren a la cita dioses y místicos del más diverso signo, y fantasmas, sombras, «almas peregrinas», también objetos que desobedecen, objetos que respiran. Nada ni nadie tiene que faltar a la cita.

La nouvelle se organiza en viñetas, capítulos muy breves, apenas de una página y media, dos a veces. Sobre el final, pero referida al comienzo, una preciosa fotografía en blanco y negro: la imagen menta la antesala risueña –la niña Teresa prensada a su muñeca, junto a su hermano, a bordo del auto del tío Victorio, prontísimos para partir– de lo que sobrevendría, una brutalidad, una verdadera paliza de sol. Es aquella insolación la que está en la base de estas páginas, un argumento iniciático y una herida todavía abierta. Las páginas del libro dan cuenta de unas escamas de piel que aún siguen cayendo, de unas que posiblemente no pararán nunca de caer. Las cosas nunca cesan: el libro adhiere a ello.

Esta nouvelle acepta, sin embargo, una trama tejida a base de pequeñas subtramas que dialogan entre sí. Hay una narradora que vive en Montevideo, a metros de la rambla, en un edifico con vecinos y hogares sobre los que progresivamente iremos conquistando noticias. Se trata de una narradora que es tácitamente una mística o una mujer abismada que discurre por sueños, trances, delirios, nirvanas. Una mujer que: «Sí, sí, necesitaba una vida secreta para poder vivir» –como confiesa el epígrafe de Clarice Lispector que escoge Porzecanski–. Hay un hombre llamado Cusiel, que le escribe, virtualmente y por entregas, un largo desconsuelo –¿acaso se trate del Cusiel de antes, el de su novela Mesías en Montevideo (1989)? Hay un amante, Ernesto, suerte de «Adán primordial» al que la narradora intenta olvidar infructuosamente. Hay zambullones místicos en el Mediterráneo y en el Ganges. También pasos sagrados y una vez más ignición en las arenas del desierto tártaro. Y en casi todos, sino en todos esos viajes, la guía espiritual de Luria Ashkenazi, rabino y cabalista de la comunidad de Safed, siglo XVI.

No parece haber renuncias en la orquestación de este libro, en la trayectoria íntima que describe. No es una buena señal: se encienden todas las mechas, se aceptan todos los fuegos, se asumen todas las combustiones. Y es esa misma intensidad –una clase de luz cenital– la que termina por cegar al lector, dejando las cosas planas. Se trata de un libro voraz que quiere probarlo todo, tocarlo todo, caer en todos lados, sentir alguna clase de epifanía en algún sitio y en todos. Pero ese mismo nivel de exaltación –su desinhibida ambición, la imposibilidad de todo sacrificio– termina en aturdimiento. Aun cuando el libro busca describir el trayecto interior de una mística –y, por tanto, uno necesariamente arrebatado–, termina por colocar al lector en el lugar de un comensal perplejo frente a una ensalada extravagante de cosas y pasiones (por tramos, también hay que decirlo, la prosa es bellísima). Es un reparo, este, que seguramente tenga sin cuidado a la narradora del libro. Es que parece ser alguien que, como suele decirse, se ha sacado el gusto.

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