Y además, son gestos simbólicos de la primera potencia mundial. Simbólicos porque no dejan ningún saldo en lo material, sobre todo la visita a Argentina, con la que paradójicamente fue más solidaria la administración de George Bush que la de Obama con relación a la deuda externa y la discusión con los buitres. El gobierno de Obama votó en contra de la propuesta argentina en la Asamblea de la Onu que fue aprobada por la inmensa mayoría de los países y además no intervino en el diferendo judicial cuando hubiera podido hacerlo.
Para Cuba ese gesto simbólico de la visita tiene repercusiones mucho más concretas que para Argentina. Se rompe el hielo. Hay una durísima barrera que pusieron la Cia y los cubanos residentes en Miami, que hegemonizaron durante décadas las relaciones entre Washington y el gobierno de Cuba. La visita rompe esa barrera y abre un abanico de posibilidades para la isla. Pero la visita no pasa de ahí. No toca ni roza dos temas centrales como son Guantánamo y el bloqueo.
Resulta insólito ver a los dos presidentes, Obama y Raúl Castro, dándose la mano. Para los cubanos un presidente negro tiene una carga extra de simpatía. Es el presidente de Estados Unidos que descongela la relación, el primero que visita la isla en 88 años, y además es negro y tiene una mujer elegante, bella y negra. La familia Obama tiene un carisma especial para el pueblo cubano. El blanco estadounidense no tiene esa vivencia, pero Obama sí y especula con ella. Para Obama es importante despejar la imagen que tienen los cubanos del enemigo estadounidense, porque ha sido el principal obstáculo para Estados Unidos en la disputa ideológica. Hubiera sido muy distinto con Trump o Hillary Clinton.
Antes de viajar Obama hizo declaraciones sobre la región, tranquilizantes para la derecha de su país. Sobre el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, explicó que su estrategia consistió en tratarlo sin darle nunca la categoría de gran enemigo, de gran cuco. De Cristina Kirchner dijo: “Tuve una relación cálida en lo personal, pero sus políticas fueron antiestadounidenses”.
Su viaje a Argentina contiene esa visión. No vino durante los gobiernos kirchneristas y viene apenas asume Mauricio Macri, que es amigo de Donald Trump, y no suyo ni de Hillary Clinton. Es una forma de decir que no opta entre gobiernos reaccionarios o progresistas, de izquierda o derecha, sino entre amigos o no de Estados Unidos. Desde ese lugar se alinea con el establishment estadounidense y muestra los límites de su política, como si la mala imagen que tiene Estados Unidos en América Latina fuera obra de una campaña marxista-populista y no de sus prácticas históricas intervencionistas en lo político y depredadoras en lo económico.
La Cuba a la que llega Obama no es la misma que la de fines de los noventa, un país que tras la caída del muro no tenía prácticamente ningún interlocutor. El Brasil de Lula, la Argentina de Néstor Kirchner y la Venezuela de Hugo Chávez propiciaron la ruptura de ese aislamiento y la incorporación de Cuba al sistema regional sin pedirle permiso al Departamento de Estado. Para Washington ese es un ejemplo de política “antiestadounidense” que Macri nunca cometería. Pero esta visita de Obama no se puede entender sin ese proceso previo. Obama no llega a un país cercado sino a una Cuba que tiene relaciones normales con todos sus vecinos.
Y la Argentina a la que llega, aunque con un gobierno de derecha, tampoco es la de los años noventa. Criticar a Cuba por los derechos humanos y venir a Argentina el día más importante en la lucha por los derechos humanos parecieran dos contenidos fáciles de sincronizar, sobre todo con el presidente Macri. Si lo pensaron de esa manera simplista y superficial, sus colaboradores demostraron desconocimiento y corrieron el riesgo de convertir a la multitudinaria marcha de ese día en un gran acto de repudio contra su visita.
(Tomado de Página 12, Buenos Aires, por convenio.)