Una sociedad conservadora - Semanario Brecha

Una sociedad conservadora

En Brasil, el 70 por ciento del parlamento está compuesto por sectores que impiden concretar demandas impulsadas por movimientos sociales de peso. Y “el parlamento es reflejo de una sociedad conservadora” dice en esta entrevista el sociólogo y politólogo Paulo Baía.

Foto: MST, Gustavo Marinho

—El 70 por ciento del parlamento brasileño está compuesto por sectores conservadores que impiden concretar demandas impulsadas por movimientos sociales de peso. Esto no ha cambiado durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores. ¿Por qué?

—El parlamento es reflejo de una sociedad conservadora. La reforma política no avanza porque el parlamento no tiene interés. Las organizaciones y movimientos sociales la piden, pero tienen que tener claramente definidas sus demandas, qué y para qué se quiere cambiar, y conseguir una amplia adhesión de la sociedad. Es una ecuación difícil, dado el conservadurismo reinante.

—Deme ejemplos de ese conservadurismo.

—Si consideramos el aborto, el 80 por ciento de los brasileños están en contra, y el 90 por ciento si se toma en cuenta sólo a los parlamentarios. Otro ejemplo, sobre la disminución de la edad de imputabilidad penal a 16 años: el 80 por ciento de la población está a favor, y la mayoría de los diputados también. La mayoría de la población brasileña, incluidos los legisladores, se opone a su vez a descriminalizar el consumo de drogas.

En los debates televisivos estos temas no han sido tocados por las candidatas con más chances de llegar a la presidencia, Marina Silva y Dilma Rousseff, lo que les valió que el candidato del Partido Verde las tildara a ambas de “cobardes”.

—En las próximas elecciones se prevé un aumento considerable de los diputados evangélicos. ¿Cómo afecta esa perspectiva a un parlamento ya de por sí conservador?

—El número de representantes evangélicos viene creciendo mucho en los últimos 30 años. En el censo de 2010, 23 por ciento de los 200 millones de brasileños se declararon evangélicos, un aumento significativo; los católicos, en cambio, cayeron al 65 por ciento. Y los evangélicos son, además, militantes. Entonces los movimientos sociales tienen a las iglesias en contra y a los grandes medios de comunicación también.

Hay que tener en cuenta que este país tiene una historia de 400 años de esclavitud. Las revueltas populares fueron masacradas por las elites que siguen dominando el país, y por las fuerzas armadas y sus mandantes civiles. A diferencia de otros países de América Latina, donde con la independencia hubo una ruptura con la monarquía, aquí el poder continuó en manos de la casa real. Y luego con la república se mantuvo la misma estructura. Los esclavos y los más pobres de la sociedad no tuvieron, además, un proyecto republicano de educación. Estamos atrasados en un proyecto de educación que sea universal, para toda la población (según cifras oficiales, en Brasil hay 14 millones de analfabetos absolutos y 35 millones de analfabetos funcionales). Hace tan sólo 25 años que se comenzó a hablar de universalizar la educación, y existen problemas muy grandes. Con una educación libertaria, de calidad, que le permita autonomía al individuo, tendríamos mayor nivel de conciencia política ciudadana y menores niveles de clientelismo.

—¿Qué ha hecho al respecto el PT desde que llegó al gobierno en 2003?

—El proyecto del Partido de los Trabajadores sacó a millones de personas de la pobreza, las incorporó al consumo, pero esto no fue acompañado de una mejoría sustancial de la educación. Tanto es así que hoy Dilma coloca este tema como uno de los ejes de su futuro programa de gobierno.

—¿El hecho de que más del 50 por ciento del electorado rechace a los partidos políticos tiene que ver con eso?

—La criminalización de la política es funcional a los grupos conservadores. La generalización que lleva a decir “todos los políticos son corruptos” hace que la concurrencia a las elecciones disminuya y permanezcan en el poder los mismos grupos, que van desde empresarios hasta asociaciones contra el aborto, homofóbicas, y quienes rechazan cualquier reforma que los afecte. La verdad es que los partidos en Brasil son artificiales, acaban siendo federaciones de personas que no tienen el coraje de enfrentar al Congreso. Luego de las manifestaciones de junio de 2013 Dilma Rousseff se comprometió a hacer una reforma política, pero sabía que no podía. Fue una puesta en escena de la presidenta: “Lo intenté, pero no pude”, dijo.

Hay más de 400 organizaciones sociales que demandan, por ejemplo, el fin de la financiación de las campañas electorales por parte de empresas privadas. Pero la reforma está bloqueada en el Tribunal Supremo Federal porque uno de los ministros, Gilmar Mendes, pidió la vista del proceso de inconstitucionalidad. Otra cuestión que está en el Supremo es el financiamiento público de las campañas.

Y otra es que los movimientos sociales puedan concurrir a las elecciones con candidaturas propias, sin necesidad de pasar por el filtro de algún partido.

—También se pide paridad de sexos. De hecho hay una ley que prevé un mínimo de 30 por ciento de candidatas mujeres…

—Sí, pero los partidos colocan candidatas burocráticas, sólo para completar la cuota. Esas mujeres no tienen tiempo en radio y televisión, ni recursos para hacer campaña. Sí existe un aumento de mujeres en el Congreso, pero muy marginal: en total hay un 9 por ciento de legisladoras. Si no tuviésemos esa ley ni siquiera se llegaría a esa cantidad. La Asamblea Constituyente que elaboró nuestra Constitución estaba formada básicamente por hombres.

Lo que sí es atípico es tener al frente de las encuestas a dos mujeres, pero eso no tiene un reflejo en la base parlamentaria.

—En estas condiciones, ¿cómo se puede concretar una reforma política?

—Sólo si hay una ruptura institucional o si se presenta un proyecto de ley para establecer una asamblea constituyente. Algo muy improbable: ¿cómo un Congreso conservador va a aprobar una ley para autodestruirse? Hubo algunos avances. Por ejemplo, la adopción de la ley llamada de “ficha limpia”, que impide que todos aquellos que están condenados puedan ser candidatos. Fue un éxito del movimiento social, que contó con el apoyo de gran parte de la prensa y de la justicia, y se logró contra la voluntad del Congreso.

—¿Qué cambios serían imprescindibles?

—Primero que nada se debería eliminar el financiamiento privado de las campañas electorales, que es una puerta abierta a la corrupción. Simpatizo con la idea del sistema de financiamiento público. En segundo lugar, que los movimientos sociales puedan presentar candidatos. El Movimiento Sin Tierra, por ejemplo, si quiere tener candidatos ahora mismo se tiene que afiliar a un partido o formar uno propio. Una ley así le daría oxígeno al Congreso, porque las minorías ganarían espacio y no serían rehenes de las oligarquías partidarias.

Vivimos un momento contradictorio, porque hemos tenido muchos avances en los últimos 30 años, como la nueva Constitución, el aumento del nivel de industrialización, la caída de la pobreza… Pero continúa habiendo mucha desigualdad. Parte de la sociedad brasileña está indignada por el funcionamiento de las instituciones. Y ahí viene la contradicción: esos mismos indignados son los que criminalizan las movilizaciones sociales.

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