La despedida de uno de los más grandes actores populares que ha dado
el Carnaval uruguayo.
Terminaba el Carnaval de 1993 y el rumor iba de boca en boca: Pendota Meneses –que por aquel entonces integraba el conjunto de parodistas Momosapiens– anunciaba su retiro tras casi treinta años de trayectoria como actor de Carnaval. Eran tiempos en que el concurso de Carnaval era a dos ruedas y tanto los primeros premios como las menciones especiales otorgadas por el jurado se entregaban durante varios días en la Rueda de Ganadores. En una de esas fechas Adams, otro conjunto de la categoría parodistas, se presentaba en el Teatro de Verano con actuación completa, recibía el trofeo al tercer lugar en el concurso y la mención a mejor parodia del Carnaval por “El herrero y la muerte”. Al momento de recibir la plaqueta con esta distinción, tomó la palabra Pedro “Cacho” Denis, primer actor del conjunto, y con gesto compungido soltó un sentido “que Pendota no se vaya, por favor. Que Pendota se quede”. La ovación a sus palabras indicaba que Denis, un colega un par de generaciones menor que Meneses –y que estaba recibiendo un reconocimiento a su labor personal–, hablaba por todos. No era un coloquial “Miguel, quedate, dejate de joder”. No. En sus palabras había respeto, reconocimiento a un maestro; en su tono se advertía el de un chiquilín que le pide en secreto a su ídolo que siga jugando un ratito más. Y Miguel siguió jugando. Casi treinta años más.
Lo que había logrado Pendota como actor de Carnaval era instalarse naturalmente dentro de la noción colectiva de excelencia. Ese caballero grandote, de voz profunda, con un timing sublime para la comedia y un registro dramático que privilegiaba la sobria ternura sobre el arrebato emocional, lograba como nadie partir de risa y conmover genuinamente a la platea al mismo tiempo. Una vez Lee Marvin contó que cada vez que Spencer Tracy entraba a cuadro dejaba más chiquito al resto de los intérpretes en la escena. Algo así ocurría cada vez que el paso cansino y el vozarrón de Miguel Meneses irrumpían sobre el tablado. Es que Pendota no “hacía de” Gandhi, era Gandhi. Ese hombre que trabajaba todo el año como lustrador de muebles podía, durante un mes y medio, ser Juan Salvador Gaviota, Martin Luther King, Obdulio Varela, la madre Teresa, Juan Domingo Perón o Carlos Gardel… pequeños milagros de Carnaval.
Era autodidacta, sí, pero obsesivo en la composición de sus personajes. A pesar de ser un auténtico producto del arte popular que jamás pasó por una academia de actuación, tenía un manejo de las pausas y los tiempos que ya querrían tener varios profesionales. Su voz jerarquizaba cada parlamento. Poseía el don de la repentización, que encarnaba en raptos de inspiración por fuera del libreto. Podía improvisar situaciones descacharrantes como si siempre hiciera falta un poco más de magia. Su don de gente, bajo perfil, sus declaraciones sin estridencias, su caballerosidad imponían la admiración que se les dispensa a los auténticos maestros.
Dos años antes de aquel discurso de Cacho Denis, Pendota casi deja la vida en el escenario. Fue con Los Gaby’s de Tucho Orta en 1991. Desde 1973, en la categoría de parodistas, sólo había salido en Los Gaby’s. En aquel Carnaval el conjunto salió fuera de concurso, pero seguía siendo un preferido de los tablados. Durante la representación de “El fantasma de Canterville”, sintió un fuerte dolor en el pecho: había infartado. Dolorido, eligió terminar la parodia. Tras su recuperación quedó en el limbo del “mercado de pases” y eligió empezar una nueva etapa con un conjunto debutante. El estilo de humor de los Momosapiens, con parlamentos rápidos y chistes entre lo absurdo y lo naíf propios de su director, Horacio Rubino, le sentaron de maravilla. Pendota revivía y comenzaba un segundo estado de gracia que duraría 25 años más. Llegarían más premios y más menciones con Los Dundee’s, Valentinos, nuevamente Momosapiens y también labores destacadas en Nazarenos, Crazy’s, Zíngaros, Los Muchachos, Aristophanes y una incursión con los humoristas maragatos Sociedad Anónima. Las nuevas generaciones de espectadores y artistas de Carnaval se forjaron sabiendo que había que verlo en acción. Como un gesto vital y generoso, seguía saliendo cada febrero, a una edad en la que la mayoría de los carnavaleros de su generación había colgado ya el traje.
Pendota seguía adelante. Había renunciado a todo vestigio de bohemia y trasnochada. Ni siquiera se quedaba a escuchar los fallos. Añoso y con achaques, aún esperaba cada año el llamado de algún conjunto, oportunidad a la que respondía con gratitud, con su calidad habitual. Paró sólo cuando su cuerpo lo dispuso, pero es como si hubiese dejado cada soplo de vida viajando de tablado en tablado, feliz. En abril fue designado ciudadano ilustre de Montevideo por la Junta Departamental; en Carnaval no hubo distinción o lauro que no reconociera la excelencia de su arte. Llevaba como escarapela el cariño incondicional de la gente en cada barrio. Con setenta y tantos de edad y 55 de tablados, el sábado 18 de mayo Miguel Meneses se despidió de la vida y del Carnaval, que en su caso fueron la misma cosa. Pero Pendota ya era inmortal desde hacía tiempo.