Helvecia Pérez (Minas, 1967) es escritora, socióloga y docente universitaria, explora también la danza, el teatro y la performance. Asistió al taller de Mario Levrero desde 1997 hasta 2004, año en que publicó su primer libro de relatos, Palpites. El segundo es Compaña y reúne 45 de ellos. Si bien son breves, acostumbran prolongarse en los siguientes o remiten a uno anterior. Por eso en la contratapa Felipe Polleri “llama novela” a “este libro de cuentos”.
Helvecia Pérez vivió su infancia y su adolescencia en distintas localidades rurales del país. “Soy del campo, donde termina Canelones y empieza Lavalleja, un lugar entre los cerros”, declaró en una entrevista, y añadió que en 1985 se vino a Montevideo. Consigo trajo la memoria de su vida rural, como Julio C da Rosa, que al tratar el asunto escribió: “¿Por qué dejé Treinta y Tres? No lo dejé. Me lo traje”.
Las historias narradas en Palpites y en Compaña tienen lugar en el campo uruguayo y presentan una narrativa que rescata personajes, geografías y escenas cotidianas. A ambos libros corresponde la voz de la misma narradora, una niña perspicaz, de mirada asombrada que, criada en ese medio, insinúa rasgos autobio-
gráficos de la autora.
El campo y la vida en pueblo chico casi han desaparecido de nuestra literatura, y aunque subsistan en parte de la obra de narradores consagrados, como Tomás de Mattos y Delgado Aparaín, o más recientes y audaces –de muy distintas maneras–, como Gustavo Espinosa y Martín Bentancor, es de uso imaginar que ese ciclo hace tiempo se agotó. Sin embargo esa realidad existe, y la obra de estos dos últimos creadores, por restringir una lista que es mayor de lo que suele creerse, demuestra que es factible una renovación pensada en re-lación con una tradición que no se ata a modelos perimidos para dar cuenta de un mundo que desaparece o se transforma.
La cuestión es que a Helvecia Pérez no parece interesarle la evolución literaria o las vanguardias. Sus relatos, autorreferentes y convencionales, bordean la crónica de costumbres, donde la subjetividad del testigo vertebra la línea del suceder. La familia y los vecinos, la maestra, las cosechas, los animales, todo lo repasa la escritura delicada de una autora comprometida con los problemas sociales, que no olvida proyectar la lucha de los humildes en condiciones adversas. Cuando reproduce el habla del campo consigna expresiones como: “muchacha chica”, “garuguita moja bobo”, “hay que aprontar chiquicientas mil cosas”, etcétera.
Los recuerdos de la infancia recuperan un sinfín de sensaciones. La niña inventa juegos para combatir el aburrimiento: persigue una pelota y esta “huele a pasto fresco”; las luciérnagas, atrapadas en su mano, “forman un pequeño firmamento”; se quita los zapatos al correr para que sus pies “tengan la sensación de libertad, al menos ellos”. Conmueve el ritual de lavar los pies del abuelo: “para descalzarlo hay que conocer el arte de desarmar andamiajes de cuero y desatar, a los tamangos, los tientos”. La madre tiene “costumbres raras”, como “ir a visitar doñas”, ancianas pobres que todo el mundo parece haber olvidado. Juntas llevan flores a la tumba de la abuela, “es dulce la sonrisa de mi madre, así cuando está tranquila y con la ilusión, sí, creo que es ilusión, de llevar flores a su madre”; entre las flores hay hortensias, “esas que la gente dice que si se cultivan en la puerta de las casas las hijas no se casan”, y entre las hortalizas reina la remolacha, que “es dulce pero ambiciosa, precisa toda la tierra, desde el alambrado hasta el arroyo casi”.
Si bien la sensibilidad de esta escritura es eficaz para diseñar la inocencia de la niña, y elocuente en la creación de ese mundo evocado con nostalgia, el riesgo constante del déjà vu resta tensión narrativa al conjunto, y los lazos que atan a la escritora a patrones narrativos tradicionales afectan sus posibilidades de crecer. Si su estimable proyecto de escritura zafara de esta ence-rrona, seguramente avanzaría varios casilleros.